Catedrático de

Derecho Penal

En sendos reportajes aparecidos los días 14 y 25 de febrero en un importante medio de comunicación de Extremadura se alude extensamente a lo acaecido en la vista del proceso penal seguido contra Ventura Duarte y a la sentencia condenatoria dictada por el Juzgado de lo Penal correspondiente. Puesto que de la lectura de tales reportajes podrían extraerse conclusiones muy diversas a las que yo extraje de la vista, en la que estuve presente, y a las que obtengo de la lectura de la sentencia, que minuciosamente he hecho, y que podrían perjudicar seriamente la honorabilidad de un ciudadano conocido, debido a lo infamante de los delitos imputados (convencido, por lo demás, de la buena fe del autor de los reportajes), es por lo que, en contra de lo que habría deseado, esto es, dejar actuar a la justicia hasta alcanzarse una sentencia firme, me veo moralmente obligado a dar mi opinión. Y, puesto que quiero ser breve, me atendré casi telegráficamente a lo esencial.

1. En ninguno de los dos reportajes, sí en cambio en la sentencia, se dice que la condena no se basa en prueba de cargo alguna, esto es, como en el supuesto normal y más seguro en el Estado de Derecho, en prueba objetiva alguna. La magistrada, que reconoce esto, reconoce que se basa para condenar sólo en el testimonio de las presuntas víctimas. Pero a continuación, inducida por el Ministerio Fiscal, como el periodista que cubrió la vista, entiende que el acusado no ha probado su inocencia, con medios probatorios que contrarresten la convicción a que llega por el testimonio de las denunciantes; prueba de inocencia que es inconstitucional, ya que en el Estado de Derecho no hay que demostrar la inocencia sino la culpabilidad. De esta manera, se somete a la defensa a una prueba diabólica, según la cual si la defensa reprocha a la denunciante no haber conservado la prenda íntima manchada de crema, que sería una buena prueba de cargo, la magistrada, siguiendo al Ministerio Fiscal, dice que la ausencia de prueba objetiva de cargo no quiere decir que no haya habido abuso; si la defensa dice que mal pudo abusar el acusado de la denunciante portando un guante cuando el enfermero no usa guantes nunca, debido a que le falta un dedo, la magistrada dice que lo que le falta es sólo una falange (¿dónde esta la diferencia a la hora de las molestias de usar guantes con la parte correspondiente a la falange colgando?), y, si le hubiese faltando el dedo, fiscal y magistrada, siguiéndole, habrían dicho que el defecto de percepción de la víctima no desvirtúa su testimonio; si la defensa dice que si la denunciante afirmó haber sentido un fuerte dolor a pesar de estar sedada habrían podido quedar secuelas, que sí habrían constituido una prueba objetiva, responden fiscal, y magistrada siguiéndole, que la defensa pretendía demostrar algo tan surrealista como que si no hay secuelas no hay abusos; si los testigos de la defensa niegan que en el hospital el masaje necesite prescripción facultativa y esté protocolizado, deducen fiscal y magistrada que la inexistencia de prescripción facultativa es la prueba de que lo que el acusado hacía no era dar masaje sino abusar, no conformándose ni con el testimonio de una de las denunciantes y su madre, que afirman que aquélla fue objeto de masajes terapéuticos muy reconfortante numerosas veces (lo que cambia cuando, ¡qué casualidad!, la otra denunciante siembra la duda en ellas).

2. Los reportajes no mencionan para nada el hecho de que, en la vista, el fiscal ni siquiera mencionó que los tribunales Supremo y Constitucional sólo admiten, excepcionalmente, que el testimonio de la presunta víctima sirva para fundamentar una condena cuando ese testimonio sea uno especialmente reforzado. Tan es así que lo único que hace la magistrada (más allá, en este aspecto, de meramente adherirse a las tesis del fiscal) es intentar demostrar por qué el testimonio de las denunciantes goza de especial credibilidad y verosimilitud, y la firmeza del testimonio se mantiene de principio a fin, que es lo que exige la jurisprudencia superior invocada, pero lo hace en unos términos tan endebles como para conformarse para estimar la credibilidad con que no hubiese enemistad anterior entre denunciantes y denunciado, para hacer lo propio con la verosimilitud (darla por reforzada), conformándose con que denunciantes y acusado coincidieron en el hospital los días de autos, y para estimar la firmeza de los testimonios conformándose con que desde que las presuntas víctimas formularon las denuncias no han dudado en mantenerla hasta el final, argumentos que, lejos de constituir un testimonio reforzado no son sino requisitos mínimos sin los que ni siquiera hay testimonio. En cambio, la sentencia, cuya principal virtud, nada desdeñable de cara a los recursos, es que describe extraordinariamente bien los testimonios obrantes en la causa, proporciona muchas evidencias que permiten avalar que los testimonios de las denunciantes son todo menos especialmente creíbles y verosímiles, además de firmes desde el principio al fin; aspectos, éstos, sobre los que los reportajes de referencia no hablan en absoluto, a pesar de los esfuerzos de la defensa, en la vista, en esta dirección.

3. Qué credibilidad pueden merecer testimonios de personas, una de las cuales comienza por manifestar a la otra sus dudas acerca de si lo que ha recibido es un masaje terapéutico o constituye unos abusos, mientras que la segunda, que primero le asegura a la otra que ella ha recibido frecuentemente tales masajes terapéuticos, casualmente, a la siguiente ocasión, empieza a sospechar de que lo que recibe no es un masaje sino que constituyen unos abusos, y los denuncia, como la primera, que sólo después de saber que la segunda ha denunciado llega al convencimiento de que lo que a ella le ocurrió en su día fueron unos abusos. Esto no es un caso de clara y reforzada credibilidad de sendos testimonios independientes, sino un caso que abre la elevada sospecha de que ambas personas se sugestionan mutuamente, lo que sería un claro motivo para privarlos de la credibilidad reforzada que se exige para dar al testimonio el efecto de prueba de cargo.

Por lo que se refiere a la verosimilitud de los testimonios, y, en especial, las corroboraciones periféricas de carácter objetivo concomitantes, resulta particularmente extraño e improbable que quien tenga el propósito de abusar sexualmente de la víctima, en este caso una paciente, lo haga en presencia de su madre, descansando a cincuenta centímetros, o en presencia de otra paciente y su madre, personas presentes que, además, no perciben para nada lo que está ocurriendo, ni en el momento de ocurrir, ni después (inquietud de la víctima, confidencias que hagan, etc.); y, más inverosímil todavía que una de las denunciantes confiese que fue objeto primero de unos abusos, le dijese el acusado que volvería después, no dijese nada en el intermedio a su madre, todo el tiempo presente, esperase que volviera el acusado, y fingiese estar dormida para confirmar que estaba siendo víctima de unos abusos. Con todos los respetos hacia lo que una persona postrada en la cama de un hospital pueda sentir, ese es un testimonio poco verosímil. Siendo más verosímil, por el contrario, que cualquier persona, en el contexto de un masaje en la zona abarcada por el abdomen, los riñones y las vías urinarias dañadas por la enfermedad, unido al agotamiento físico, un psiquismo golpeado por enfermedad tan dolorosa como las renales, la propia deshumanidad y frialdad de un gran hospital, con la consiguiente pérdida de intimidad, pueda interpretarlo como tocamientos lascivos.

Finalmente, respecto a la persistencia de la denuncia, aparece suficientemente acreditado en la sentencia que ambas denunciantes dudan poderosamente sobre lo acontecido antes de denunciar, hasta el punto de que una de ellas confiesa dudar hasta que la otra denuncia, un mes después de ocurrir los hechos que ella denuncia; sólo en ese momento se convenció de que ella había sido objeto también de abusos. Por su parte, la otra denunciante unas veces dice que estaba segura de ser objeto de abusos ya en el primer hecho denunciado y otras que se dejó hacer para asegurarse de que estaba siendo víctima de abusos. Persistencia en la denuncia significa, en suma, sostener el mismo criterio desde el principio, momento de ocurrir los hechos, no a partir de la denuncia, cuando ya es tarde para dar marcha atrás de acusaciones graves (efecto bola de nieve).

4. También sigue, y en los mismos términos de dureza máxima, al Ministerio Fiscal la magistrada a la hora de fijar la pena en cuatro años de prisión. Llama poderosamente la atención el hecho de que mientras que la pena del delito continuado puede ir de año y medio a tres años, la magistrada no haya aplicado ni aproximadamente la pena mínima, a pesar de que los hechos, dos actos, son el supuesto absolutamente mínimo para que se pueda hablar de delito continuado, y en su lugar se aproxima el grado máximo al fijar la pena en dos años y medio.

Sorprende también poderosamente que la sentencia, siguiendo al fiscal, considere criterio agravante el de la edad de la víctima, siendo así que en estos delitos la edad sólo es agravante cuando se trate de adolescentes, pero no cuando se trate de personas ya maduras, con relaciones de noviazgo, relaciones sexuales, etc. Se podría aludir a otras extralimitaciones de la sentencia en materia de determinación de la pena, ¿pero qué importa, en fin, la pena forense en un delito en el que la mera condena comporta una pena infamante para siempre, salvo que se posea una personalidad titánica)?

5. Lo horrible de casos como éste es que hechos difíciles de probar, como los abusos sexuales, se resuelvan contraponiendo la credibilidad del denunciante a la del denunciado. No se puede condenar porque el denunciante merezca mayor credibilidad (la magistrada confiese haber quedado impresionada por las lágrimas de una de las presuntas víctimas al prestar su testimonio). Si así fuese todos estaríamos perdidos. Persíganse con la mayor contundencia los abusos sexuales, pero no se haga sacrificando la presunción de inocencia. Es preferible que se salven noventa y nueve culpables a que se sacrifique un inocente.