Aunque los secretos deban ser secretos, nadie puede pretender que, en una cuestión tan trascendental como es el apoyo español a la guerra de Irak, la prensa no acabe dando a conocer el dato fundamental de si esa actitud estaba o no justificada. Por eso eran lágrimas de cocodrilo las que ayer oficialmente se vertieron, como escandalizadas, ante la divulgación de lo declarado ante una comisión secreta del Congreso por el jefe de los servicios de inteligencia españoles, Jorge Dezcallar. La cuestión es otra. Con la guerra ya hecha, ¿por qué se pretende mantener el secreto?, ¿por qué no se dice con claridad a los ciudadanos si nuestro país tenía argumentos propios que avalasen las supuestas conexiones entre Sadam Husein y Al Qaeda y la peligrosidad de los arsenales iraquís?

Dezcallar reconoció ante la comisión la verdad: que lo único que los servicios españoles sabían era que Sadam tenía vocación de poseer armas de destrucción masiva, no si las tenía. Eso le honra a él y salva el honor de este país: en nuestra Administración hay alguien que cree que los españoles tienen los mismos derechos sobre Aznar que los norteamericanos y los británicos, que debaten abiertamente sobre esta misma cuestión, respecto de Bush y Blair.