XLxa historia de nuestra democracia se encuentra taladrada, desgraciadamente, por determinados acontecimientos que la desmerecen y degradan hasta extremos intolerables; algunos de estos hechos son de sobra conocidos; a otros se les otorga menor difusión, pero no por ello dejan de atacar el alma del modo democrático de entender la convivencia. Ignoro ahora mismo en cual de esas categorías se terminará integrando el nauseabundo montaje que han soportado, y todavía soportan, aquellos ciudadanos de Mérida --ya suficientemente nombrados-- que, tras la manipulación de sus fotografías realizadas en ambientes cotidianos, son protagonistas de unas falsas y escabrosas imágenes de índole sexual difundidas a través de la metastásica red informática. Repulsivo collage .

Tal actuación ha sido ya adjetivada con el rigor que se precisa por todos cuantos nos pronunciamos públicamente sobre el particular. Solo falta que tan cívica repulsa se reproduzca por el tejido social de nuestra Comunidad, y no la transformen --los mismos que minutos antes mostraban su intransigencia con el delictivo proceder-- en motivo de chanza o chascarrillo en las barras de los bares. Que de todo hay.

Creo conveniente poner el acento en la trascendencia jurídica, más allá de la social ya aireada, que esta conducta, y las de divulgación posterior, comportan. Es obvio que todos los ciudadanos intuyen una respuesta del ordenamiento criminal, pero quizá desconozcan que lo será severa, aunque proporcionada, pues instrumentos suficientes hay para ello. Porque el derecho a que nuestros documentos o archivos sean de todo punto intocables por terceros no consentidos debiera ser tratado de manera menos moldeable por la ignota sabiduría popular jurídica , amante en exceso, por lo general, de extender el morbo y proclive a diluir el protagonismo democrático del bien jurídico intimidad. Hasta que les toca a ellos. Y, desde luego, las fotos que un ciudadano tiene depositadas en su ordenador, sean las que sean --salvo que por su origen o contenido constituyan delito y la autoridad judicial autorice motivadamente su intervención--, nunca habrían de ver la luz, ni en su integridad, ni de forma parcial, para componer un montaje. Y si así fuere, los actos propios del curioseo se integrarían con comodidad en la letra del artículo 197.1 del Código Penal, que sanciona con penas de hasta cuatro años de prisión el apoderamiento de efectos personales documentales de cualquier especie con intención de que pierdan la condición de secretos.

Además, nuestra principal ley criminal dispone que dicho umbral punitivo alcanzará los cinco años de prisión si los datos obtenidos se difunden, revelan o ceden a terceros , como ha sucedido igualmente el mes pasado. La informática ha sido utilizada para poner a disposición de todos los ciudadanos del mundo el objeto del trucaje, y frente a los esfuerzos de los agraviados por detener su expansión, se ha alzado --hasta el momento con absoluta impunidad-- ese perverso efecto dominó impulsado por manos invisibles, con lo que se acrecienta la zozobra de aquéllos hasta el infinito.

Más aún: otra cualificación del tipo básico del delito de apoderamiento de secretos documentales prevé la imposición de la pena en su mitad superior si los hechos afectaran a la vida sexual de los asaltados, intención nada disimulada por los autores del delito. Este matiz sitúa la pena de prisión, en abstracto, hasta los siete años y medio: una legítima y aquilatada oferta legislativa que se compadece con la importancia de los intereses en juego en su estricta dimensión jurídica.

Y quienes, sin haber participado en el descubrimiento del material secreto, hayan difundido, revelado o cedido las fotografías, sea con la intención que sea, a través de copias en cd o impresas, se enfrentarían a una acusación de hasta cuatro años y medio de reclusión, en virtud del artículo 197.3 del CP, en combinación con la modalidad agravada de afectación de la vida sexual. Ese es el justo precio de la felonía, más la correspondiente responsabilidad civil.

En suma: frente a la creencia generalizada en la ciudadanía de que la ventilación no autorizada de los datos o soportes que cada cual quiera mantener en el sacrosanto concepto de secreto es algo disculpable, o poco lesivo para la convivencia, porque tiene gracia verlo , es preciso subrayar que los frutos de ese ilícito comportamiento sólo servirán como prueba de cargo para que sus autores puedan ser castigados en el modo descrito. Y para nada más; ni a nivel jurídico --caso de no ser falsas, en nada afectarían, por ejemplo, a un proceso de separación o divorcio--, ni, esperemos, en la consideración o proyección personal o social de quienes han padecido tan desagradable y delictivo incidente. Doble efecto de esterilidad que en la segunda de sus proyecciones, me temo, no se va a producir sin fisuras y con la contundencia y rotundidad que la convivencia democrática demanda, en lo que constituye --y los delincuentes de esta especie lo saben-- el efecto más perverso de la maniobra.

*Decano de la facultad de Derechode la Universidad de Extremadura