TDtentro de media hora saldrá la procesión y él ya se ha vestido la túnica de tela de raso morada, se ha ajustado el grueso cordón negro a la cintura y se ha ceñido los guantes blancos en las manos; espera sentado en un banco de la iglesia a que el hermano mayor dé la orden de salida. Desde hace unos días tiene molestias en la espalda y ha estado a punto de renunciar a ocupar su puesto de cargador en la La flagelación , el paso más pesado y emblemático de de los cinco que desfilan, reservado a los cofrades más antiguos, pero se considera un hombre de excelsa devoción a la Semana Santa y no podía dejar de participar, como todos los años, en el desfile. No es persona de misa diaria, ni de confesión y comunión semanal, ni siquiera demasiado religioso, pero la Semana Santa tiene para él un significado especial desde que era niño, ya que su difunto padre le hizo cofrade al cumplir los tres años y desde entonces son contadísimos los desfiles a los que ha faltado. No entiende la Semana Santa sin olor a incienso, sin flores y faroles, sin cirios y mantillas, sin saetas y capuchones, sin flagelaciones y portadores de pesadas cruces. Un año más, cuando termine la procesión, tendrá el hombro entumecido durante quince días y su cuñado Santiago , que dice no soportar el ambiente procesional y siempre sale de la ciudad en Semana Santa para hacer turismo o ir a la playa, le dirá que hay que estar loco para lacerarse de esa forma. Y él recuerda el año que se dejó convencer por éste a renunciar al desfile y hacer un recorrido turístico por varias ciudades costeras. Las carreteras infectadas de coches y las calles atiborradas de gente, los atascos de tráfico que tuvieron que soportar en algunos tramos de núcleos urbanos, lo que tuvieron que andar hasta encontrar un restaurante donde comer y las colas que tuvieron que hacer para ocupar mesa, o para entrar en los museos. Todo un suplicio de cinco días de duración.

Ha arrimado el hombro pensando que la Semana Santa es un vía crucis que cada uno vive a su manera.