Las pensiones generan un debate que no viene de ahora, se trata de un tema recurrente que suele ser desenterrado obedeciendo a criterios electorales, al despecho personal o para potenciar la contratación de planes privados. Un asunto que afecta a un sector de la población tan extenso como susceptible, al que le basta un simple rumor o la más mínima insinuación para que se le activen todas las alarmas, para que una polvareda de miedo y de incertidumbre deje su estela incendiaria sobre el subconsciente colectivo.

Para evitar este tipo de manipulación oportunista, se estableció el llamado Pacto de Toledo, según el cual el Estado, con independencia del partido que esté en el poder, adquiere el compromiso de garantizar por ley, el pago íntegro de todas las pensiones, a tal efecto se creó un Fondo de Reservas que cuenta en la actualidad con un superávit de 57.000 millones de euros.

El trauma por el que atraviesa la sociedad como consecuencia de la crisis, propicia el que a menudo surjan agoreros y demagogos con la intención de envenenar con sus habladurías a la opinión pública, sembrando el desasosiego y la alarma social. Son los que desde una actitud derrotista pretenden poner el parche antes de que se produzca la herida, los que tienen tan poca fe en sí mismos que piensan que el futuro será un solar habitado por una confluencia de adversidades, los que reavivan un debate antiguo lleno de controversias, tras el que se solapa una lucha por el control del poder económico.

XES EVIDENTEx que existe una relación inversamente proporcional entre el aumento del desempleo y las afiliaciones a la Seguridad Social, lo que además de una merma en las cotizaciones supone un incremento del gasto destinado a sufragar los subsidios; a lo que hay que unir la inversión de la pirámide demográfica, con una tasa de natalidad cada vez menor y una esperanza de vida mayor, con el riesgo de que el número de jubilados pueda llegar algún día a sobrepasar al de la población activa, en un sistema en el que las cotizaciones de los trabajadores y de los empresarios son las que soportan el peso de las actuales pensiones.

Tan impropio como alarmar a la población con vaticinios catastrofistas, es enrocarse tras el discurso inmovilista de quien oculta su mirada a la realidad. Las actuales pensiones no corren riesgo alguno, pero la crisis y las palabras de Fernández Ordóñez han servido para precipitar el debate sobre la reforma del sistema, reabriendo la posibilidad de adaptarlo a las circunstancias cambiantes de la sociedad, para ello como mal inevitable, el gobernador del Banco de España propone la necesidad de retrasar durante algunos años la edad de jubilación, aunque sea de una forma incentivada, y ampliar el periodo de cotización establecido para el cálculo del cómputo de la base reguladora de las pensiones.

En un escenario donde el principal problema al que se enfrenta la sociedad es el de la destrucción de empleo, demorar la edad de jubilación supone añadir más leña al fuego de las imposibilidades laborales. Porque la calidad y la competitividad disminuyen cuando personas de una determinada edad tienen que realizar actividades para las que ya no están capacitados, consintiendo que sobre un sector ya amortizado, recaiga la responsabilidad y el peso de buena parte de la sociedad, mientras se le hurta a las nuevas generaciones el derecho al trabajo y a la emancipación.

Cualquier reforma trascendente debería acometerse en tiempos de calma, cuando el edificio no esté sometido a ninguna presión añadida, cuando exista un colchón capaz de amortiguar el resquebrajamiento de alguna de sus estructuras, cuando se tenga una visión más objetiva y ajustada de la realidad, sin estar condicionados por el humo de lo inmediato, porque es difícil volver a encerrar al genio una vez que ha salido de la lámpara, promover el cambio de rumbo de una nave en medio de la tempestad, para que no tengan que volver a ser los jubilados, las viudas y los inválidos los que deban apechugar con las consecuencias de los errores, las torpezas, las imprecisiones y los abusos que cometieron otros.

Como si para apuntalar el edificio de la Seguridad Social, no existieran otras alternativas más allá del recorte de los derechos de los más débiles, olvidándose en las épocas de economía expansiva, de haber aumentado las cuotas empresariales, de eliminar las exenciones de determinados contratos de trabajo o de prohibir por ley las prejubilaciones forzosas, que al socaire de una economía floreciente y de una política permisiva, han consentido que determinadas empresas soltaran un lastre indeseado, aunque fuera en detrimento de las arcas públicas.

La cuestión de las pensiones pueden ser cualquier cosa menos un tema aséptico y desideologizado, por eso toda modificación al respecto deberá pasar inevitablemente por un proceso negociador y de consenso, que diluya cualquier tipo de rentabilidad o cualquier coste político, de forma que a la sociedad le llegue el mensaje nítido de que cualquier determinación que se tome en este sentido, obedece únicamente a las exigencias del guión del interés general.