Pedro Menchén ha publicado en los últimos años una serie de libros cargados de pequeñas narraciones que penden de una historia cardinal: la de su propia vida. En estos libros, una suerte de diarios de carretera, Menchén se revive a sí mismo dando voz a su circunstancia de tiempos pretéritos y la de sus amigos, que de algún modo recuerdan, por su nomadismo y disipación, a los personajes de En el camino, de Kerouac.

El último título de esta serie es Un señor de Washington, publicado en Sapere Aude. Ese señor de Washington no es otro que su traductor, David Allen White, con el que realizó varios viajes, uno de ellos por España. La narración no tiene la carga intelectual de otros libros de Menchén (Diario de un escritor frustrado o La felicidad no espera), pero nos ofrece a cambio dos personajes gratificantes: el autor, siempre enfadado con las feas edificaciones modernas o con los restaurantes, y su amigo americano, un tipo orondo con problemas en rodillas (por culpa de su sobrepeso) que no escatima en comer toneladas de hidratos de carbono. ¿Cómo se puede recorrer tantas ciudades junto a alguien con problemas para caminar? Efectivamente, a duras penas.

Allen White presta más atención a los planos que a los lugares que están visitando, se duerme a la menor ocasión y evita complicarse la vida. Es el contrapunto de Menchén, pero al menos coinciden en algo: el gusto por los chicos jóvenes y hermosos.

Un señor de Washington, que se lee con una sonrisa en los labios, nos enseña cómo viajar con poco dinero y traer de vuelta a casa un ramillete de curiosos relatos.

En estas páginas los deseos insatisfechos del escritor sin éxito y la angustia de vivir encuentran cierta redención en un viaje no solo físico sino también vivencial. Un viaje, como la propia vida, lleno de inconvenientes y de alegrías. Un viaje de ida pero también de vuelta gracias a la magia de la escritura.