Escritor

Me escribe mi amigo Lorenzo Oliván, un joven poeta lleno de talento, para contarme las experiencias de su primer viaje a Extremadura, un corto pero intenso trayecto que le ha llevado a Trujillo, Mérida, Cáceres y Guadalupe. No es el caso comentar en voz alta una carta privada pero sí llamar la atención sobre un hecho que una y otra vez se repite cuando alguien te cuenta experiencias parecidas relacionadas con el descubrimiento de esta tierra. Nadie que pase por aquí con edad suficiente queda, es obvio, indemne. Se me dirá que de cualquier lugar que se visite por vez primera se pueden extraer lecciones parecidas; sin embargo, pocos sitios tan cargados de tópicos, leyendas y mentiras como éste como para que el viajero pueda verlo con la misma limpieza de mirada con que pueden contemplarse otros espacios.

Al contestar su carta no he podido por menos que agradecerle los elogios y ese agradecimiento me ha delatado. Debemos seguir (perdón por el plural) con demasiados complejos clavados en el alma como para que a poco que alguien cante las excelencias de este país tengamos que corresponder con muestras de gratitud que presupongo excesivas. Debe ser que tenemos aún mala conciencia, mal que nos pese, fruto de siglos de venganzas y humillaciones, ésas que han ido cambiando de nombre pero no de daño y cuya última versión es, sin duda, la eliminación del PER. Una iniquidad sofisticada, concebida con el preciosismo económico y político neoliberal (Popper les perdone) que cabe a estas alturas de la historia; un atentado contra una manera de imaginar el mundo que nos ha permitido, entre otras cosas, acometer un modelo sostenible que no sólo ha evitado la despoblación del campo, lo que en esta región, eminentemente rural, es como decir casi todo, sino que además le ha modernizado. No hay más que subir hacia el norte, a Castilla y León, para comprobar lo que otros han hecho. La lista de pueblos abandonados en esas provincias es sangrante. La emigración, más que un fantasma.

Puede que para algunos mi visión del asunto esté teñida de nostalgia, que hable de una sociedad que dejó de existir hace ya muchos años, que sean las mías ilusiones de escritor anacrónico, un punto romántico (en el más puro sentido del término), y, no obstante, si recurro a lo que he visto, a lo que veo, mi impresión es otra, se rinde a la evidencia; ésa que no se ve desde Madrid y menos desde un gobierno de señoritos cazadores (disculpen la generalización), con calcos perfectos de aquellos personajes delirantes de Berlanga que tan familiares nos resultan. Ahí estamos. O ahí nos quieren llevar. Esa seguridad de que no quedarán defraudados quienes nos visitan, de la que nos jactamos por encima incluso de esas viejas heridas a que hice alusión, puede que deje ser tal de aquí a unos años. Habíamos hallado algo que preservaba nuestra manera de entender la vida y, por una vez, no se basaba en el atraso y la pobreza. Ibamos camino de encontrar el camino del desarrollo sin perder una cultura ancestral pero viva. Estábamos en disposición de recibir al viajero y, al tiempo que le mostrábamos un paisaje patrimonial y natural genuino, le ofrecíamos la calidad de vida de una región de Europa. He invitado a Oliván a volver cuanto antes no vaya a ser que la Extremadura del asombro se transforme en la Extremadura del espanto, la que nos empeñamos en olvidar.