Escritor

He tenido la suerte de acompañar al grupo de bibliotecarios municipales y escolares que fueron distinguidos con los Premios de Fomento a la Lectura en su viaje a Toledo y Madrid para conocer dos sistemas bibliotecarios: el de las Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha y el de la Comunidad de Madrid. Para ello visitamos primero la Biblioteca Regional castellana, situada en el emblemático Alcázar de Toledo, y después la Joaquín Leguina de la capital autonómica, levantada sobre una antigua fábrica de cervezas. Por aquello de aprovechar mejor el día y medio de viaje, todavía tuvimos tiempo de recorrer, entre una visita y otra, la Biblioteca Nacional de España.

Ya se dijo cuando se inauguró, allá por el 98, que ningún logro mayor para la cultura de este país que ubicar una biblioteca en un antiguo cuartel. Siquiera una parte de ese edificio (en los bajos se realiza una obra monumental que albergará el Museo del Ejército) está ganada para la paz. Allí donde no hace tanto, en nuestra última guerra civil, sucedían los hechos lamentables que todos recordamos. Todos los que los conocemos y no los hemos olvidado, cabe añadir. Desde la última planta de la fortaleza, la visión aérea de Toledo es única. Será difícil que olvide esa amalgama de azoteas, casas terrosas y calles oscuras que contemplé desde lo alto en aquel dorado atardecer de otoño. Dentro, el laberinto circular que corresponde a cualquier biblioteca que se precie; las silenciosas salas llenas de gente que lee en la penumbra; los libros que nos observan desde un pasado de siglos que ellos se empeñan en convertir, por arte de magia, en perpetuo presente. Un aire parecido al que sentimos al subir y bajar por otro laberinto, el de la Nacional. Por suerte, uno de nuestros anfitriones, Javier Docampo, había trabajado muchos años allí. Tal vez por eso, pudimos ver y (quien se atrevió) tocar, entre otras joyas bibliográficas, el mejor fácsimil del Beato de Liébana y ediciones originales de la Biblia de 42 líneas, impresa por Gutemberg, una obra del veneciano Manucio, así como el manuscrito del Aleph de Borges, con su particular letra inclinada, que colmó mi felicidad de borgeano confeso. No menos sorprendente fue el paseo por la sección de ilustraciones donde se nos mostraron numerosos catálogos editados por la BNE, a propósito de las exposiciones de sus valiosos fondos, y hasta un grabado recién recibido en la casa. El clasicismo del edificio del Paseo del Recoletos contrasta con la modernidad del último enclave visitado, la Biblioteca Regional de la Comunidad madrileña a la que el siempre sorprendente Gallardón se atrevió a nombrar como Joaquín Leguina . En ésta lo llamativo está en sus novedosos y sofisticados sistemas técnicos para almacenaje de todo tipo de documentos en casi cualquier soporte, ya sean mapas o vídeos. La cálida madera del suelo, el sencillo blanco de los muros y los juegos de color que matizan, por aquí y por allá, la austeridad del conjunto, invitan al recogimiento de la lectura. En eso todas las bibliotecas se parecen. De eso se trata. De concebir espacios para la convivencia donde, paradójicamente, se den las necesarias condiciones de soledad y silencio sin las cuales será difícil acceder a esas fuentes ocultas de donde mana el agua fértil de la sabiduría. De ese viaje primordial hemos vuelto más lustrosos e ilustrados. Les aseguro que fue emocionante esa expedición al mundo de las bibliotecas que uno emprendió con el director general de Promoción Cultural (antes del cargo, Chema Corrales) y Conchi, Marisol, Magdalena, Montaña, Manuel, Nacha, Ana, Rosario y Vega. Gente que, como decía Steiner en París hace unos días, tiene confianza, a pesar de todo, en la lectura, "porque ella alimenta nuestra memoria e ilumina el camino de nuestra posible salvación".