Vivimos en un país en el que el corte de una línea del metro de Madrid se convierte en cuestión de estado y en la que un descarrilamiento no pasa de la prensa local». Me gustaría, pero esta frase, que es brillante, no es mía. Escrita en un digital nacional, es de un periodista, Héctor G. Barnés, que, en estos tiempos de periodismo-verité y a lo gonzo, decidió vivir de primera mano la experiencia del viaje por tren a Extremadura. El tren que nunca llega a tiempo (cuando llega o no se para).

Hay cierto poso de oscura ironía en que la atrasada red de transporte a Extremadura cope de nuevo titulares. Porque la única forma de volver al raíl ha sido precisamente salirnos. El Madrid-Huelva descarrilaba en su paso por Zafra y recuperaba para todo el país, por unos momentos, el problema extremeño. Uno se pregunta si no estamos ante una de esas características que se convierten involuntariamente en rasgos definitorios. Como los chistes de Lepe, con su carga indisimulada de desprecio. Extremadura no es lugar de grandes noticias: pasa poco, todo es muy tranquilo. Y hasta cuando ocurre, no hay (afortunadamente) para nada más que un susto. Los extremeños no se tocan, que están bien dónde están.

La movilización en noviembre por el tren digno, ya lo contamos, supuso una bocanada de aire fresco: parecía el despertar de una sociedad civil, la extremeña. Acomodada, poco consciente de sí misma y su fuerza, en muy escasas ocasiones habíamos contemplado esta cara como colectivo. Al que pertenecemos por nacimiento, residencia o afinidad, que aquí no repartimos carnés ni miramos limpieza de sangre. Pero la capitalización de esa oleada de rabia/orgullo ha sido débil en los siguientes meses. Nos movilizó como sociedad y como extremeños, que no es poco. Pero de la consecución de los objetivos nada se sabe.

Leía hace unos días en el Times americano que, por segunda vez en la historia moderna, la tecnología iba por delante de la sociedad, generando incluso la incomodidad de saber que la velocidad de los cambios supera a nuestra forma de entender el mundo. Y que aún se modificará de nuevo, antes de que hayamos comprendido el cambio previo. Si nos detenemos a pensar que probablemente esté leyendo esto en un «mini»-ordenador --mil veces más pequeño y cien veces más potente que cualquier ordenador de hace 10 a 15 años-- es difícil no ver que es cierto. Tan cierto como que la política va por detrás de los cambios sociales, mortificada por saber que llega tarde, arrastrada (o incluso arrasada) por el cambio social.

Tanto en la legítima y muy necesaria reivindicación como en su posterior gestión quien ha resultado retratada ha sido la política extremeña. Los políticos extremeños acudieron prestos al calor de la reivindicación. No les quedaba otra: alejados del empuje y del origen de la movilización y hasta superados por la falta de sesgo ideológico que mostraba (lo que no deja de traslucir mucho sobre su forma de pensar), hicieron únicamente lo que se esperaba de ellos: aparecer.

Vivimos una tendencia a la ficcionalización de la política. Está claro que en esto no estamos solos, pero es imposible no ver que en la jornada de noviembre en Madrid importaba, sobre todo y primero, estar. Lo segundo era dejarse ver: el poder de la imagen. Y sobre eso se construye el relato del «apoyo» al pueblo. Pero es que no es eso lo que se les pide: si ni uno sólo de los cargos que habitan despachos en Mérida hubiera ido ese sábado de noviembre a Madrid, pero a cambio se hubiera plantado semanal o mensualmente en reuniones con el administrador ferroviario, el ministro o el secretario de estado de turno y obtenido un solo dato cierto, una fecha concreta, un presupuesto o un reconocimiento de qué hay un grave problema, nos hubiera sido más útil.

Por otro lado, en la gestión del asunto saltan todas las alarmas de las agendas «ocultas» de los partidos. Vara y los socialistas no se atreven a poner el grito en el cielo porque saben quiénes habitaban en Moncloa y en Mérida cuando se cortó la financiación y se engañó con los plazos del AVE. Monago y los suyos saben que, ahora, en Moncloa campan los suyos y evitan hacer sangre, por aquello de la solidaridad (mal entendida).

Pedimos gestión. Planes, soluciones, compromisos. Porque el transporte para Extremadura no es cuestión sólo de conexión, sino económica y educativa. Diría que es una de las tres grandes cuestiones pendientes de la región. Y sin resolverla, sólo iremos a ninguna parte.