Al principio fue el toro. En majestad. En calma tensa. Antes de él, nada. A vivir se comienza el día memorable en que un toro te mira. Naces, porque el toro lo quiere, y lo primero que ves es la mirada honda del que te mira y, mirándote, te da la vida. Recortada su estampa. Solemne. Negro y caliente como un tizón de exacta belleza.

Luego Dios hizo la tierra para que amamantase al toro. Y le dijeron dehesa. Hizo los secarrales y las rastrojeras,… El lentisco y la palma. La liebre y la perdiz. El jaramago y la biznaga. El manantial, y junto a él, el junco y la enea. Las majadas y los cerros. Y se hicieron los alcornoques y las encinas para que el toro tuviera sombra, y se hizo el sol para que no se le enfriara la bravura.

Luego vino, a caballo, el hombre, y le plantó cara. Porque el hombre quería ser toro. Porque no eres hombre si no eres toro. Y anduvo los caminos, las cercas y los cortijos. Trajo el surco y los zahones. Y por las noches pedía mañanas de herradero y tienta. El terrón, la piedra y el hierro. Las vacas de vientre, los erales y los utreros. Uno a uno, les fue poniendo nombre… Baratero, Jaquetón, Pocapena,… Y el hombre tuvo timbre de ganadero,… de mayoral y de tratante. Indomable, pisó la tierra y soñó los cielos.

Pero había de llegar, y llegó, el día en que un toro le quisiera matar. Emboscada la muerte junto al río. Un viejo semental de nueve años y nueve cornadas. Ese día Victorino pudo más que Hospiciano. Y el hombre fue toro. Volvió a la vida, a los carteles y a los despachos. Apretando. Mañanas de sorteo. Tardes de callejón y tendido. España entera, de feria en feria, una sola plaza de toros, inmensa. «Hoy,… ¡vitorinos!» Tal cual. Para él todas las letras del molde. Porque desde aquella tarde lejana de 1960 en que se le cruzó el tren del destino hasta el día de hoy, ha bastado su nombre, Victorino, para despertar el trémolo de la casta. Y vino el público al reclamo de la emoción y la verdad. Un codazo y un… «¡Ahí va Victorino!», con su habano y sus manos de hombre entero y cabal.

Luego llegaron los toreros y estalló la tauromaquia. De Andrés Vázquez al Cid, del Capea a Ferrera, de Víctor Mendes a Emilio de Justo. Tardes de gloria, noches de carretera y luna. Vino la corrida del siglo, hubo gloria para Ruiz Miguel, Luis Francisco Esplá y José Luis Palomar; la misma o más para Pobretón, Playero, Mosquetero, Director, Gastoso y Carcelero. La misma o más para Victorino Martín Andrés, el don por delante. Era el 1 de junio de 1982 y aún lo recuerdo. Vinieron los indultos; Las Ventas y la Maestranza, Velador y Cobradiezmos. El toro fue su obra y su vida entera. Descifró el código de la bravura. Casi un encaste propio. Degollados de papada, veletos o cornipasos los más, viva la mirada, fijos en el caballo, codiciosos en la muleta, el hocico en la arena y la cornada cierta. Cárdenos, por supuesto, cárdenos…

Se nos ha ido el astro rey. El mandamás. Nadie pudo amar tanto al toro, porque nadie lo respetó tanto como él. En corto y por derecho. «¡Ahí va Victorino, el rey de los ‘ganaeros’!» Leyenda de la cabaña brava. Enjuto y serio, con la sorna a cuestas. La tierra está de luto. De Galapagar a Moraleja por un camino de albero. Del Árrago al Guadarrama, un mismo río de llanto. Hoy, en Illescas, los victorinos llevarán luto en la divisa por quien les puso nombre y les respetó la casta. Quedan los libros y las reatas. Y otro Victorino, pisando la tierra, soñando los cielos.