La televisiva Pepita Vilallonga, de profesión vidente, ha sido detenida por estafa. La noticia me sorprende: yo creía que ella, al igual que sus compinches, tenían barra libre para estafar, ajenos a cualquier castigo más allá de la desaprobación de los escépticos.

Lo que no entiendo es por qué la detienen ahora por una cantidad menor como 300.000 euros. Sí, he dicho menor, teniendo en cuenta lo que ganan estos videntes de medio pelo día a día, semana a semana, año tras año.

El otro día leí un artículo que daba las claves para distinguir a los videntes falsos de los verdaderos. Con cierta pátina de alumbramiento sobre lo divino y lo humano, lo que hacía el redactor era tratar de colarnos gato por liebre y vendernos la idea de que, en contraste con los malos, existen «videntes buenos», valga el oxímoron. Su propuesta era tan ridícula como alertarnos sobre qué billetes de tres euros son de curso legal y cuáles son falsos.

A Pepita Vilallonga la han metido en la cárcel por estafar una cantidad con bastantes ceros a la derecha a una sola persona, una pobre mujer, una anciana con trastorno de personalidad -eso dicen los medios- que buscaba consuelo en la tienda esotérica de la Vilallonga, donde llegaron a cobrarle 60.000 euros por una sesión de pocos minutos. En las predicciones de la vidente y sus cuatro compinches no salió el dato de que le iban a robar hasta las pestañas.

En España campean a sus anchas los tarotistas, adivinos y magos esotéricos con mayor impunidad aún que la mafia rusa o los políticos corruptos. En diferentes niveles, todos ellos pueden ser muy peligrosos.

A esos vendedores de humo que son los videntes solo podremos pararlos con las leyes y con el sentido común. Mientras tanto, Pepita Vilallonga ya está en la calle, calentando motores. En este país nunca faltarán personas deseosas de dejar su futuro (o más bien el de su billetera) en manos de desalmados como ella.

*Escritor