A algunos nos pueden dar pocas lecciones. A quienes llevamos más de un lustro proponiendo públicamente la idea de una nueva política. A quienes defendemos el cambio en las organizaciones a las que pertenecemos. A quienes en su día advertimos del nacimiento de los nuevos partidos. A quienes hemos dejado escrito que es necesario un proceso constituyente que renueve el herido pacto constitucional.

Por eso, algunos estamos legitimados para decirles a los herederos del espíritu del 15-M que han dilapidado la mejor ocasión para introducir cambios sustanciales en el sistema. La actitud de Podemos ante el tema catalán, calculadamente ambigua y cómplice con el independentismo, es solo la guinda de un pastel en el que han decidido enterrarse y, con ellos, buena parte del anhelo de cambio que surgió en España tras la indignación causada por la crisis económica.

Pero no me interesa destacar tanto la decadencia de Podemos, como lo que ello significa en el mapa político español. Y para eso es necesario introducir en la ecuación el importante crecimiento que está experimentando Ciudadanos en todas las encuestas, gracias a su posición en Cataluña, lo que desequilibra el espacio de la “nueva política” en su favor respecto a Podemos y refuerza el voto de centroderecha.

Podemos y Ciudadanos representaron entre 2014 y 2016 dos polos de lo mismo. Ahora casi nadie se acuerda, pero Albert Rivera y Pablo Iglesias confraternizaron personalmente, se regodearon en sus afinidades políticas e hicieron frente común contra la “vieja política”, que entonces se achacaba a PP y PSOE.

Pero desde entonces han pasado muchas cosas dentro y fuera de los partidos políticos, obligando a todos los actores a retratarse. Podemos pudo hacer presidente del gobierno a Pedro Sánchez —sus diputados lo tuvieron a golpe de botón— y Ciudadanos pudo evitar que lo fuera Rajoy, pero Rivera prefirió dar continuismo a aquello que venía a cambiar, e Iglesias eligió ser la vieja izquierda que prefiere ver en el gobierno a la derecha de toda la vida que a la izquierda que considera impura.

La evolución de ambos partidos, uno cada vez más indistinguible del PP y otro cada vez más arrinconado en la esquina que ocupó IU en sus tiempos aciagos, ya presagiaba lo peor para el cambio político. La crisis catalana ha venido —creo que no por casualidad— a darle un “match ball” a la vieja política que, tras el 39º Congreso del PSOE, está básicamente protagonizada por un PP que sigue creyendo que España puede gobernarse como si el tiempo no transcurriera.

El flirteo de Podemos con los independentistas, de imposible encaje en la mayoría del territorio español y de nulas convicciones izquierdistas, y el exitoso posicionamiento de Ciudadanos en un espacio mucho más duro que el del PP, nos lleva a pensar que esa “pelota de partido” podría darle la victoria a la parte más conservadora de la sociedad española.

Hay algunas esperanzas a corto plazo y solo una a medio y largo. A corto plazo, el camino cegado del independentismo (que siempre tendrá enfrente los juzgados y la aplicación del artículo 155) le puede llevar a cambiar de estrategia, de modo que el eje derecha/izquierda vuelva a ganar un protagonismo que facilitaría poner las cosas en su sitio. También es posible que la terrible crisis interna de Podemos (con todos los fundadores excepto Iglesias en contra de la dirección actual, los anticapitalistas casi fuera y su “marca” catalana rota) les obligue a rectificar. Otra cosa que podría pasar es que una vez que Ciudadanos logre su botín electoral saque su lado regenerador oculto, aunque esto parece menos probable.

A medio y largo plazo la única esperanza, y es triste decirlo, es que las cosas caigan por su propio peso. Me refiero al peso electoral. Cuando los protagonistas políticos no son capaces de realizar a tiempo los cambios necesarios, las urnas dictan sentencias. Será duro para muchos, y entonces se lamentarán (“¡Por qué no haberlo hecho antes!”). Pero hay un adagio que siempre acierta: el tiempo lo pone todo en su lugar. Aunque a veces sea tarde, y eso genere dolor.