Con este título inquietante ha presentado la consultora KPMG un estudio sobre la crisis económica global y el sector público. Realizado en seis países de tres continentes, todos ellos economías avanzadas, pone de manifiesto la preocupación que existe en el mundo acerca de las consecuencias que el déficit y el endeudamiento tendrán sobre los actuales modelos de gestión de las políticas y servicios públicos. Las operaciones masivas de rescate y estímulo fiscal han vaciado las arcas públicas de un modo que compromete el mantenimiento de los estándares y las pautas de funcionamiento del período anterior. El comité de expertos en Administración Pública de la ONU dedicará su sesión anual del 2010 al estudio de cómo afrontar esta situación. En España, con un déficit público del 11,4% del PIB en el 2009, y todavía lejos de ver alejarse los nubarrones que sobrevuelan nuestro sistema financiero --y que podrían requerir nuevos desembolsos de fondos públicos--, no parece haber motivos para sentirse más optimistas. Sin embargo, no se perciben señales de que en nuestras administraciones se estén diseñando los planes y políticas que las circunstancias exigen.

Ciertamente, se hendirá el bisturí en el corto plazo. El Gobierno central ha anunciado un plan de recorte de 40.000 millones que se sumará a las restricciones ya incorporadas al presupuesto recién estrenado. Previsiblemente, los gobiernos autonómicos y los ayuntamientos harán lo propio, renunciando a una parte de las inversiones previstas, congelando plantillas, rebajando algunos estándares de mantenimiento, reduciendo subvenciones, refinanciando compromisos, etcétera. Todo eso se ha hecho antes, y se sabe hacer. Ahora bien, la resultante de este esfuerzo solo sería suficiente si el objetivo fuera el de capear el temporal a la espera de que escampe.

XEN REALIDADx, ¿a quién podría extrañar que muchos lo creyeran así, si este ha sido el discurso mantenido hasta hace pocos días por el presidente del Gobierno y su vicepresidenta económica? Sin embargo, todos los pronósticos serios apuntan a una evolución distinta de la crisis. Dibujan más bien un escenario de medio plazo en el que un esfuerzo descomunal de ahorro público, exigido por los mercados --y por nuestros socios europeos-- para mantener la solvencia del país deberá coexistir con importantes necesidades de gasto contracíclico, como es fácil deducir de la evolución del desempleo. Para las organizaciones de servicio público, es un escenario que puede describirse como una olla a presión, de una explosividad potencial desconocida anteriormente.

¿Qué habría que hacer? De entrada, cambiar el marco mental con que se afronta la crisis y asumir que, en el contexto que estamos viviendo, los gobiernos y sus organizaciones deben concentrarse, más que en sortear la punta baja de un ciclo, en diseñar modos de intervención adaptados al cambio de escenario y en desarrollar las capacidades necesarias para ponerlos en práctica. Como nada de eso se improvisa, deberían elaborar planes de actuación dotados de la ambición necesaria para hacer eficaces y sostenibles el modelo de gobernanza y los mecanismos de gestión de los servicios en el medio plazo.

¿Algunas sugerencias? Las primeras medidas debieran corregir males endémicos de nuestro sistema político-administrativo. Por ejemplo, impulsar un plan de recuperación de la productividad perdida por el empleo público a lo largo de los últimos 20 años en relación con el empleo privado, entre cuyas causas se hallan desde un acusado diferencial en el promedio de la jornada anual hasta las restricciones introducidas a la movilidad de cualquier tipo. Claro que eso exigiría revisar en profundidad los marcos y las prácticas de relaciones laborales en el sector público, pero, si este no es el momento de afrontar cuestiones complicadas, asusta pensar lo que tendría que suceder para que lo fuera. Cabría continuar por la introducción en el sistema de capacidades gerenciales, esto es, creando de una vez un marco profesional para los directivos públicos, hoy aprisionados entre la colonización por los partidos y el burocratismo funcionarial. ¿O es que no impulsaría la eficiencia de nuestras administraciones un régimen meritocrático y flexible de altos cargos, acompañado de los mecanismos correspondientes de gestión por resultados?

Puede que incluso esas reformas --por imprescindibles que sean, que lo son-- resultaran insuficientes para garantizar la sostenibilidad del sistema en el nuevo escenario. En el estudio que citábamos apuntan algunos directivos la posible necesidad de cambiar los modelos de negocio con que operan algunos servicios públicos. La introducción de mecanismos de moderación de la demanda, el pago parcial por determinados servicios, la apertura a la competencia o el recurso a la inversión privada, por no hablar de la revisión de ciertos portafolios de servicios diseñados por encima de lo razonable --por ejemplo, en el nivel local--, pueden ser algunas de las fórmulas que concreten esos cambios de modelo que, de producirse, plantearán nuevos retos a la gestión pública. "Predecir es muy difícil, sobre todo el futuro", ironizaba el físico Niels Bohr . En cualquier caso, intentarlo y esforzarse por estar preparado evitan que el lobo le ataque a uno por sorpresa.