Las llegadas del Aquarius a Valencia y más recientemente del barco de rescate de Open Arms al puerto de Barcelona han salvado unas cuantas vidas y tal vez alivien conciencias, pero no van a resover la crisis migratoria. Después de la cumbre de la Unión Europea de hace dos semanas empezamos a confirmar algunas certezas. La primera es que habrá más barcos, pero no una respuesta conjunta. La segunda, tal vez más importante, es que no habrá una solución porque esta crisis tiene muy poco que ver con la inmigración y mucho con un discurso que se extiende por toda Europa, que anuncia que la de los inmigrantes es la invasión de los bárbaros.

Es cierto que en el año 2015 llegaron a Europa --principalmente a Alemania-- más de un millón de solicitantes de asilo. La mayoría eran refugiados que huían de la guerra en Siria y en menor medida de Afganistán o Irak. Las cifras de los años anteriores y posteriores, infinitamente más bajas, confirman que aquella ola migratoria fue excepcional. En lo que llevamos de año, incluyendo a Italia, Grecia, Malta, Chipre y España, la cifra de los que han logrado llegar a puerto cruzando el Mediterráneo no alcanzan juntos a cubrir la mitad de las gradas de un campo de fútbol. ¿Una invasión? En el imaginario común la crisis se ha hecho enorme por la percepción y el discurso político. A pesar de que hay una caída en los números, no un aumento, la crisis parece cada vez mayor.

Aireando el temor a los que vienen han cuajado movimientos de extrema derecha por todo el continente. Conocemos a Mateo Salvini en Italia, a Viktor Orbán en Hungría, a Marine Le Pen en Francia o Alternativa por Alemania, el partido ultra que pone en un brete al Gobierno de Angela Merkel. Movimientos radicales que utilizan el odio y la xenofobia como único argumento para acercarse al poder. El temor a la inmigración y la idea de que Europa está amenazada por los que llegan de fuera estuvo también en el centro de la campaña del brexit, en el ascenso de la Liga Norte al Gobierno de Italia o de los radicales al de Austria. Pero para entender porque aumenta la xenofobia, no solo hay que mirar la enorme efectividad de los discursos radicales del odio, también el impacto de las políticas puestas en marcha por toda Europa más allá de la ultraderecha.

Por un lado, el abandono de políticas equitativas y el avance de medidas de austeridad han dejado a los sectores más desfavorecidos con menos recursos, con menos posibilidades y sobre todo mucha menos confianza en las instituciones que les representan. La inmigración se convierte así en la válvula de escape a problemas que no tienen nada que ver con su llegada. En ese espacio, los discursos populistas triunfan, pero no lo han creado ellos. En Francia, por ejemplo, después de cerrar campos como el de Calais, Emmanuel Macron ha endurecido las condiciones de inmigración. Esa es la tendencia en toda Europa, con políticos y funcionarios que, obsesionados con la inmigración ilegal, han dejado de responder a la obligación de rescatar a los que se ahogan, incluso criminalizando a las oenegés que intentan salvarles.

El gesto de aceptarlos en puertos españoles no resulta menor, pero es solo un alivio. El problema está en otra parte. La Unión Europea ha decidido cerrar fronteras y pagar miles de millones a terceros países desde Turquía a Marruecos convirtiendo a los inmigrantes en un mercado inmenso de carne humana a disposición de mafias. En Libia son miles los que están en centros de detención pagados desde Bruselas y otros muchos en manos de bandas criminales que impiden su salida. El anuncio reciente de crear plataformas regionales de desembarco solo significa reconocer lo que ya está en práctica. Una industria del tráfico humano pagada con nuestros recursos para «salvar a Europa del enemigo».

Empezando por España, con las vallas en Ceuta y Melilla y los acuerdos económicos con terceros países, la Comisión Europea ha seguido el ejemplo firmando acuerdos para deportar a Senegal, a Níger o a cualquier otro país a los indeseados. En la práctica, una manera de crear una frontera exterior. En realidad, no es solo una barrera física, también una trinchera emocional que expande la idea de una invasión bárbara. Hubo una crisis de refugiados mal resuelta en el 2015, pero los números son obstinados y dicen que las llegadas de esta década son muy inferiores a las de décadas anteriores. Ni es una avalancha ni es una invasión; el problema principal es saber si los bárbaros son los que llegan o más bien los que ya estamos.

*Periodista.