Pepiño Blanco debe pensar que España no es un país puritano y no tiene ningún inconveniente en instalar en sus aeropuertos los polémicos escáneres que te desnudan con la vista. Los que más se oponen a ello son los devotos progresistas y los pudorosos militantes. Que una extraña máquina explore tu cuerpo vestido para que una ventana indiscreta lo muestre desnudo no se ajusta a la mente de quien piensa que indagar forzosamente en las partes íntimas de una persona supone coartar su libertad de mostrarlas a quien le plazca y cuando le plazca; ni tampoco a la creencia de los que profesan una doctrina que conceptúa un desnudo como algo que denigra al ser humano que lo muestra a los demás.

A mí, la imposición de estos escáneres me parece un añadido más a esa manía vigilante de los gobiernos occidentales hacía los ciudadanos, pero por otro lado me lleva a plantearme una pregunta: ¿Qué prima más, el derecho a la vida de los pasajeros de un avión, o el derecho a la intimidad o pudor de cada uno de los mismos? Supongo que mi respuesta no difiere de la de ustedes: Es preferible exponer la estética del cuerpo a ojos ajenos, que la vida a amenazas anónimas.

Reflexionando concienzudamente, uno llega a la conclusión de que vivimos una época tecnológica abrumadora, y de la tecnología se aprovecha todo, como del cerdo. Queramos o no, estamos supeditados a su antojo; gracias a ella, vigilamos y nos vigilan. A través de internet, por ejemplo, podemos saber de alguien cosas que hasta hace poco era imposible; utilizamos un utensilio tan tecnológico como las tarjetas de crédito para pagar e irremediablemente vamos dejando datos nuestros --rastros-- a los demás. Deberíamos plantearnos si nos hacemos más vulnerables al dar esos datos en el hipermercado de turno o al mostrar el perfil de nuestros michelines a un equipo de seguridad de un aeropuerto.

Un amigo mío dice que a Dios le han salido unos serios competidores: esos satélites espías que nos vigilan a todos desde el cielo. ¿No serán, en realidad, los ojos del Diablo?