El doble atentado de ayer en Bouira (Argelia), que causó 11 muertos, solo 24 horas después del de Boumerdés, que segó 44 vidas, pone de manifiesto la capacidad operativa del fundamentalismo islamista en un país que convalece de una larvada y larga guerra civil. La reivindicación de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) vincula directamente este brote de violencia con la estrategia general de la organización que dirige Osama bin Laden, a la que los islamistas argelinos se vincularon explícitamente en septiembre del 2006 a través del Grupo Salafista para la Predicación y el Combate (GSPC), del que se derivó el AQMI. Lo cual, de paso, señala una línea de continuidad operativa con las matanzas llevadas a cabo en los peores años de la guerra sucia por el Grupo Islámico Armado (GIA), del cual se desgajó en 1990 la facción más radical para crear la organización salafista. De forma que, contra la impresión de los más optimistas, el fortalecimiento de las instituciones argelinas no parece haber redundado en un debilitamiento del terror islamista.

Al mismo tiempo, la efervescencia fundamentalista a las puertas de Europa obliga a redoblar las alertas. Aunque Argelia, al igual que Marruecos, cuenta con la colaboración de los servicios secretos de la UE, la capacidad del salafismo de saltarse la red de controles tejida para dificultar sus movimientos pone de relieve el arraigo social y los apoyos suficientes que tiene en la sociedad argelina para moverse con cierta impunidad. El descontento de una juventud sin horizontes, y sin nada que perder, es tan útil a sus propósitos como la incapacidad de las autoridades para traducir en prosperidad la llamada reconciliación nacional.