Considero que la originalidad ha de ser una virtud que resplandezca, especialmente, en cualquier creación artística. La mera reproducción de obras ya existentes, realmente, no aporta mucho más de lo que podría representar un simple calco. Y en las fotocopias, por fieles que sean al modelo, hay poco de la espontaneidad humana y mucho del hieratismo más tecnologicista. También es cierto que, con los miles de millones de personas que habitan la Tierra, y con los miles de años de historia que tiene nuestra civilización, no es tarea sencilla la de alcanzar la originalidad, en su vertiente más depurada. Porque, solo por el papel del azar, ya ha de haber en el mundo una persona, al menos, que esté pensando, o que haya pensado, del mismo modo en que pueda hacerlo otra.

Si esos dos individuos transponen aquello que solo orbita en el mundo de las ideas a algo que sea perceptible por los sentidos, la misma idea que cuajó, en ambas mentes, de un modo original, pierde su exclusividad primigenia, y se convierte en algo de menos relumbrón. Cierto. Pero no habría que obsesionarse, tampoco, con ello. Porque, si la idea nació original, original será, con casi total seguridad, el modo en que se presente, ya que es altamente improbable que esas dos mentes que diseñaron una idea similar, la ejecuten exactamente del mismo modo. Luego, a partir de ahí, y analizándolo todo con la necesaria calma, se podrá investigar acerca de si, a pesar de la similitud de dos hipotéticas obras artísticas, hay un poso personal en su traducción al ámbito de lo real, o si, por el contrario, una de ellas es fruto de esa mentira, al propio ego, que es el plagio. Hay quien dice por ahí que ya está todo inventado, y que solo hay margen para la reinterpretación. Yo, sinceramente, creo que ese espacio para la originalidad sí sigue existiendo. Lo que no tengo tan claro es que la resignación vital de las nuevas generaciones pueda contribuir al alumbramiento de nada cercano a lo original. * Diplomado en Magisterio