Autor teatral

Supongo que todos estamos asqueados. O casi. Presiento que la caída nos llevará de cagalera. Tan acostumbrados estarán nuestros esfínteres, que sólo por ahí, la diarrea de tanto horror evacuará tanto dolor y sangre sin sentido. Pero mientras nos vamos de varilla, los ojos ensangrentados seguirán viciosos de programas, para que nuestra retina se alimente de muchachas masacradas por una polla que pierde el ritmo ante tanto alcohol y cocaína. Son los cuerpos de Rocío y Sonia --tantas y más--, que se dejaron truncado un futuro por un cabrón que ni lo era: mudo de un deseo y verdugo de lo que deseaba. Se comió vidas porque nunca supo comerse una ilusión. Por ello, vómitos, arcadas de bilis para quien nada merece. Sin embargo, alto: todos somos dados a la crucifixión y al linchamiento más primitivo. Iguales, en fin. Que se lo pregunten a Dolores Vázquez. O al muchacho porrero de Coín, cuando sólo por eso en el pueblo le cortaban la cara con un deje despreciable de asesino. Hoy puede pedirles cuenta y guardarse en su rencor la exultante y justiciera justicia de los necios. Al inglés que le folle todo el derecho, incluido Garzón. Hay que morir, pero dejemos que sea la vida la que nos mate. Acudo, a veces, al hospital de Mérida. Afortunadamente no por sus servicios, sino por motivos de trabajo. Me siento en una terraza --fuera, claro-- y veo el deambular de tanta gente que, en su mirada, lleva la cruz de lo que a cada uno le toca. Nada como los bares y restaurantes, que a su alrededor te sirven la carta del sufrimiento y la ilusión. Es vida apegada a lo que somos: mortales y más mortal. Gente de todo tipo y condición; de pueblos y de razas, cada uno buscando el diagnóstico de los que se parapetan tras las ventanas. La muerte siempre ha sido vida, porque nuestras mortajas rezan un llanto de esperanza. Desde el brindis del padre por un nacimiento, hasta el bocadillo enlagrimado del familiar que se despide para siempre. Ojeras de aquéllos que miran en un sillón el refugio de la persona amada. Miradas perdidas en un horizonte de gotero, para que el líquido cansino te devuelva la quietud. Eso no son vómitos, sino la razón de una lealtad. Que la vida nos acalle es tan justo como que después de una edad, todos deberíamos estar callados. Pero no por la impotencia de un hijo de puta, que paga su gatillazo, su exceso de alcohol y coca contra la decisión de una muchacha que no quiere ser testigo de ese negro destino. Ahí están: ahora sale el presunto de Plasencia, que se tapaba la cara con la camiseta, pero dejaba al aire su mal alma. ¿Hasta cuándo? Hay veces que todos nos dejamos llevar por las vísceras. Sin embargo existe la sensatez, aunque sólo oírme me produzca arcadas. Eso elegimos y, afortunadamente, existe una justicia. Para bien o para mal, los hospitales son un refugio de la vida: te traen y te llevan. Pero en paz.