Cuánta felicidad se podía ver el martes en el rostro del señor Aznar. Es hombre que se crispa fácilmente. Pero esta vez se le veía relajado. Hablaba con el astronauta español Pedro Duque, instalado en la Estación Espacial Internacional. La emoción le embargaba y ponía cara de padre feliz por el éxito de un hijo en unas oposiciones a notario o registrador de la propiedad. Con todo el respeto que merece un presidente del Gobierno, uno diría que le estaba cayendo la baba.

Motivos había para sentirse orgulloso. Patrióticamente orgulloso, podemos decir. En primer lugar, por verle vestido de bandera española, con los colores rojigualda de fondo, además, en una pared del ingenio volador. Después, por sus atinadas palabras, sobre lo bien que sabemos trabajar en España cuando nos lo proponemos, por lo que pueden ahorrarse el viaje los pueblos que nos quieran dar lecciones sobre este particular. ¿Y qué decir del glorioso nombre de Cervantes, que se ha dado a la misión de la que Duque forma parte?

Pero en el mundo hay mucha maldad y, horas antes de la feliz conversación, llegaban críticas a la Moncloa de la Federación de Jóvenes Investigadores, que tildaban de derroche el gasto de 12,8 millones de euros y calificaba la misión de publicitaria. No harán mella en el señor Aznar: todo el oro del mundo vale la gloria de que haya un español en la expedición y él sabe la importancia de las investigaciones que se realizan, como la del comportamiento de las moscas de la fruta en la microgravedad. Había que aprovechar. En una futura expedición ya estará el sucesor Rajoy en la Moncloa y no podía dejarle a él un día tan grato.