TDtesde hace unos días, sicólogos y pedagogos se hacen hueco en programas de televisión o radio para echar una manita a los papás y mamás -seamos igualitarios- con el fin de que los niños, que cambiarán el horario ocioso de vacaciones por el horario escolar, no lo pasen mal. Parece ser que muchos alumnitos se traumatizan y sufren los primeros días de colegio, y estos profesionales se encargan de dar consejos a sus progenitores para que ayuden a las criaturas a asumir con normalidad su nueva situación. Debe ser cierto eso de que los niños copian todo de los padres desde pequeños, y de tales depres posvacacionales, tales traumas escolares. Por eso a los niños de hoy hay que engatusarles con mucho tacto y suavidad, nada de medidas imperativas para mentalizarles de que el colegio es un sitio donde aprenderán mucho y tendrán nuevos amiguitos.

Pero el trauma les durará una semana, hasta que se den cuenta de que en el colegio se divierten más que en su casa y en lugar de su papá o mamá, hay un señor o señora muy buenos, obligados tener más paciencia que estos con él, y a los que muchas veces, erróneamente, se responsabilizará de su educación. A la semana, la criatura entrará en el colegio con una sonrisa que no le cabrá en la cara, y saldrá arrugando el ceño y lloriqueando porque se acaba la jornada escolar.

Qué distinto todo de hace años, cuando no existía tanta depre posvacacional porque pocos trabajadores cogían vacaciones, y por lo tanto los niños no nos contagiábamos de los padres. Tampoco éramos críos tan agasajados como los de ahora, que no caben en sus habitaciones porque están a rebosar de juguetes y material escolar. Nos gustaba empezar el curso, porque estrenábamos -en la mayoría de los casos para todo el año- cartera, libros, cuadernos, pizarra, estuche o plumier, y calzados gorila -con pelota incluida-. Pero la alegría nos duraba una semana, hasta que nos dábamos cuenta de que el colegio no era una prolongación de la calle, donde solíamos jugar; y el maestro era un señor que te soltaba de vez en cuanto una colleja que te guardabas sin rechistar. Por eso a la semana salíamos del colegio con una sonrisa de oreja a oreja.