TLto malo de la vuelta no es volver. Ni la constatación de que el regreso a las aulas nos costará a las sufridas familias un 6% más cuando ganamos un 15% menos. Ni contemplar el rostro magullado de la compatriota apaleada en El Aaiún. Ni advertir que el padre de la Patria de gira por Shangai compara a nuestra patria con un enorme bebé. Ni saber que hará más concesiones a los insaciables nacionalistas, que pagaremos todos, para salvarse él y sus presupuestos en riesgo. Ni añorar aunque sea una sola palabra de consuelo para los españoles maltratados en un trozo de Africa que un día fue España. Ni comprobar el vergonzante abandono del pueblo saharaui en manos de una dictadura por la que el Gobierno siente un gran cariño y cuyas humillantes relaciones --¿de complejo de culpabilidad, de inferioridad, de miedo?-- prioriza. Lo malo de la vuelta no es la seguridad de que nos aguardan mayores esfuerzos fiscales, cansino eufemismo para ocultar que pagaremos más y recibiremos menos. Ni esperar sin esperanza las elecciones catalanas sabiendo que gane Montilla --¡por favor no!-- o Mas , esa española tierra se alejará más y más del proyecto en común que tan plural, enriquecedor e ilusionante podría ser. Lo malo de la vuelta no es comprobar el clima de xenofobia que de Alemania a Francia se extiende de modo bárbaro, con proclamas racistas o expulsiones masivas, ni asistir con desaliento a la deshumanización egoísta y aniquiladora del viejo continente. Lo malo de la vuelta no es ni siquiera la liga en televisión, ni vaciar las maletas de ropa que no nos hemos puesto, ni la rutina que espera. Porque en ella nos aguarda el abrazo del amigo, el reto del trabajo útil, el libro no escrito de un curso que empieza siempre igual y siempre distinto. Lo malo de la vuelta es la repetida y anual sensación de pérdida a finales de agosto, confirmación irreparable de que la felicidad es inasible, fugitiva y efímera, y la memoria de los momentos únicos de cariño en familia sin retorno posible. Aunque nos quede aún su calidez.