Escritor

Me había propuesto no volver a hablar de la situación política de Plasencia en esta columna. Por puro cansancio. Y por higiene mental. Mucho antes del famoso 14 de febrero de 2003, cuando el Partido Popular designó como candidata a la alcaldía a Victoria Domínguez en sustitución de José Luis Díaz, el ambiente estaba lo suficientemente enrarecido como para presuponer que los placentinos deseaban un cambio. Mejor, que lo necesitaban. Lo que ha venido sucediendo desde ese día hasta hoy formaría parte de la historia-ficción, sería el guión de una película delirante o la trama de una novela sucia, una de esas pesadilla de las que uno nunca agradece lo bastante haber salido si no fuera porque ha sido verdad y ha ocurrido. Es verdad y está ocurriendo.

Acepto con una mezcla de mosqueo y de resignación que cualquiera y en cualquier parte me pregunte por Plasencia y sus extrañas circunstancias. Nunca sé bien qué responder. Me duele, eso sí, que nos tengan por bichos raros, que a lo peor es lo que somos. En mi ingenuidad, creí que con la decisión de Raquel Puertas de apoyar al Partido Socialista y, en consecuencia, con una mayoría de gobierno, sin más cambios de parecer (aunque la fuerza de los hechos me obliga a pensar que esa mujer es todo menos previsible), esto caminaría hacia la estabilidad y, de una vez por todas, se podrían hacer cosas en esta ciudad, algo que, después de estos últimos años de general despropósito, falta hace. Para empezar, batallas aparte, el nuevo escenario político les permitiría a los socialistas demostrar que son capaces de llevar a cabo su programa electoral y, en consecuencia, se les podría juzgar por los resultados obtenidos tras su gestión a la vuelta de cuatro años. Tan simple como eso. Pero no, la maldita crispación sigue imperturbable su curso y, judicialización mediante, los perdedores se muestran incapaces de asimilar su derrota y, lo que es peor, de reconocer que su vergonzosa retahíla de disparates sólo conduce a que desde fuera se nos vea como lo que parecemos: una mala comparsa de carnaval, con lo poco carnavaleros que aquí somos. Uno, que fue testigo casual de la bulla que montaron contra el PP los seguidores de Díaz a las puertas de un conocido restaurante, no se extraña de ver cómo se comportan los mismos en el salón de plenos del ayuntamiento demostrando, de paso, el respeto que les merece esa simbólica sala de la democracia. Y, lo que es más grave, con la aquiescencia de los concejales allí presentes.

De ese matonismo propio de los lejanos años treinta (por no ir más atrás) sabe bien Raquel Puertas. Sólo por eso, esa mujer se merece un respeto. Sé de qué hablo. Ya es mala suerte que uno se vaya topando por ahí con todos los descentrados de la derecha. ¿O será que de centro, en rigor, ahí hay pocos? Hablo de los incondicionales de Díaz pero podría hacer extensivo el mal talante a los ediles del PP (¿o son lo mismo?). Si extraña es la situación placentina en su conjunto, no lo es menos la de ese partido y su perpetua comisión gestora. Tampoco ellos, tan modositos hasta ahora, han demostrado demasiada cintura política ni modales cívicos a la altura de razones tan contundentes como las que imponen los votos. Nada nuevo. Ignoro qué movimientos ocultan (pronto se sabrá), pero intuyo que no se dan en balde.

Con independencia de lo que cada cual pensara como deseable en mayo, es el momento de preocuparse por Plasencia y dejarse de pamplinas. La ineptitud de unos y la astucia de otros han puesto las cartas boca arriba. ¡Que se juegue de una vez esta partida!