Hace algunos meses se produjo una perturbación en la fuerza de mi teléfono: me habían incluido de repente en un grupo de Whatsapp creado para organizar (con un año de antelación, carajo) una comida de celebración de los 25 años de mi COU. A la condición habitualmente odiosa (pero útil en ocasiones) de esto de los grupos se unía el rollete de la embriagadora peste a pasado.

Se fue sumando gente, cuarentones y cuarentonas de diversa condición y pelaje, incluyendo, claro, los que evitan/evitamos el saludo cuando nos cruzamos por la calle. Al principio todo fue muy agitado y caótico, con muchos participando y poniendo fotos sonrojantes de aquella época. Yo amenacé con publicar un ‘calvo’ que nos hicimos unos cuantos en la playa de Torremolinos allá por 1990, pero no acabo de encontrar el documento para que profane mi escáner. Cachis. Por fortuna, el flujo de mensajes cayó rápido, como alguien pronosticó.

Ahora lo único que hay de vez en cuando son los típicos ‘memes’ ingeniosos y felicitaciones de cumpleaños cuando se tercia. El caso es que, confieso, todo me genera repulsión morbosa. No sé si me aterran más los que han cambiado radicalmente, aunque ninguno haya pasado por la cabaña del Turmo, o los que continúan viviendo en la infancia/adolescencia sin pudor.

La pija despampanante sigue yendo de diva, aunque camine hacia su tercer divorcio, y los empollones se esfuerzan (sin éxito) en demostrar que acertaron dejándose los codos. Otros no han dicho ni mu todavía, quién sabe por qué. Y así, mil estereotipos humanos, incluyendo el mío: insatisfacción pese a un ego descomunal, lucha por asumir la derrota de una puñetera vez y dosis obscenas de humor negro, como ahora. Lo más terrible pasa cuando, a veces, alguien, cansado de tanta gilipollez y de mantener silenciado el grupo, se sale. El vacío que deja es atronador.