El secreto no es garantía de verdad, aunque a veces parezca verosímil. Los secretos tienen casi siempre una componente sustancial que se trata de encubrir para que no alcance uso o conocimiento público. La verdad exige identidad irreversible: es lo que es, aunque a veces no lo parezca. Cuando en las alturas del Estado se echa mano de un pretexto desviatorio de una verdad reservada o secreta, la respuesta diplomática más habitual es: "No parece verosímil".

Mi reflexión viene a cuento de Wikileaks y el escándalo que aqueja al Departamento de Estado de Estados Unidos. Se rompió la vaina, y ahí están todos, o muchos, de sus secretos ¿Cómo se ha podido llegar a tal fuga de información confidencial? Quienes conozcan los mecanismos de extrema discrecionalidad de la Administración norteamericana no pueden menos que asombrarse de tanta ligereza, de tal descontrol que algunos expertos atribuyen a las nuevas tecnologías informativas y a la dificultad para precaverse de los hackers. El Pentágono ya fue en su día pasto de estas perforaciones del sistema. Sin embargo, el problema en esta ocasión extralimita las proporciones de escándalos pasados: se percibe una sensación de indefensión global de quienes manejan tales redes de información reservada o secreta. Esta evidencia pone sobre la mesa la cuestión de confianza, la desnudez virtual de los diplomáticos y sus informadores, la desprotección frente a cuestiones delicadas planteadas en círculos restringidos, en las relaciones internacionales o en las mesas de negociación de temas estratégicos reservados de alto nivel. La ley de la discreción va de soi en muchos casos. Nueve años de permanencia en la asamblea de la OTAN me permitieron conocer esa norma no escrita, pero siempre respetada. Entre 1991 y el 2000 pude adentrarme en dichas conferencias y comisiones, que no eran consideradas secretas, pero sí discretas, por las materias que se trataban de orden geopolítico, estratégico o militar. No había que advertir en ningún caso la delicadeza de algunas cuestiones.

Recuerdo sesiones muy interesantes en Moscú: Academia del PCUS tras el golpe de Estado y el dramático asalto al Parlamento en 1991, sesión en el hotel Oktober, reuniones en el Kremlin o en la Duma (Parlamento) con un Zhirinovski desmadrado; o en el Estado Mayor de las Fueras Armadas postsoviéticas sobre compromisos de desarme adquiridos en el Pacto de París con Yeltsin , etcétera. Nunca nadie excedió los límites de la discrecionalidad sobreentendida ¿Cómo es posible lo sucedido en el Departamento de Estado?

Wikileaks no tiene precedentes. Ha roto todas las normas de procedimiento. Ha dejado con el culo al aire a los servicios diplomáticos y a los propios embajadores. Ha revelado el lenguaje confidencial, no siempre ortodoxo, de los analistas o informadores. Ha puesto en evidencia el doble lenguaje de uso frecuente. Ha destruido las bases de la confianza y la garantía de los propios diplomáticos, tanto en la captura de información como en la traslación de sus personales puntos de vista ¿Quién se va a fiar a partir de ahora de ellos? Ciertamente, nada será igual en la diplomacia después de Wikileaks. Las inevitables cautelas desvirtuarán no pocos procedimientos al uso. Saberse desnudable mudará necesariamente toda la etiología del procedimiento y de la información. Es como si un periodista revelara sistemática, o aleatoriamente, sus fuentes: quedaría ayuno de noticias para el resto. Es un sagrado deber impuesto por la ética del periodismo.

Cuestión distinta es la legitimidad y la legalidad de la obtención de estas informaciones, potencialmente delictivas y punibles por el Código Penal ante el mal causado en los sistemas de seguridad del Estado. Es decir, su consideración penal como acción de espionaje, de la que existe abundantísimo muestrario y jurisprudencia sobre procedimientos en Estados Unidos. Con todo, obtenida la información por el periodista, su deber profesional conllevaría la difusión de la misma. La gravedad y el delito radican en el sistema de sustracción de la información, no en la posesión y su uso; si bien podría invocarse la responsabilidad individual de su utilización pública --y no reservada-- y de todos sus contenidos.

A los estados les asisten determinados derechos de autoprotección y reserva en función de la utilidad y consecuencias que pudieran ocasionar el descontrol de dicha información para la seguridad o tutela de sus ciudadanos. En cualquier caso, se abre un debate de alto voltaje ético sobre el derecho a la información confidencial --de tal manera calificada explícitamente-- y su inexorable o no transparentabilidad. No hay duda de que el Tribunal Supremo de Estados Unidos dedicará mucho tiempo desde ahora a dilucidar esta cuestión --así como las cátedras de Etica Profesional en las facultades de Periodismo-- tan interesante como decisiva en el uso de la información en el futuro. Esa es la gran cuestión de Wikileaks.