El Ministerio del Interior ya instó el año pasado a colocar barreras en las zonas peatonales más concurridas, a lo que los Mossos se negaron, alegando que en Cataluña no se había detectado «ninguna amenaza concreta» y este hecho generaba «alarmismo». En Sevilla hay bolardos y maceteros gigantes en los accesos a las zonas peatonales desde hace meses y no creo que esa elemental medida de precaución genere ninguna alarma. Tras los atropellos masivos de Berlín y Niza es increíble que sea tan fácil la entrada de cualquier vehículo a una de las calles peatonales más transitadas en la ciudad de Barcelona como es la Rambla.

historia

La orilla blanca, la orilla negra

Ángel Morillo Triviño

Castuera

Desde la Segunda Guerra Mundial -como desde antes- no ha dejado de haber contiendas. La historia de la humanidad es la historia de las conflagraciones por el negocio que siempre ha supuesto: intereses fronterizos, económicos o ideológicos que han constituido una fábrica de muerte, de dolor para el ser humano, capaz de acabar con familias enteras y con amores, generar hambre y miseria, crear destrucción o cercenar infancias, además de sembrar un miedo que nunca acaba de desaparecer.

El filósofo Paul Valery lo dijo claro: «La guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí por la decisión de viejos que se conocen y se odian pero no se matan». Obviamente, en este escrito hay partes que no son mías, pero no es mi intención plagiar, sólo trato de que los lectores sepan de buena tinta algo más sobre todo lo que está pasando.

Las programadas invasiones que se produjeron en Kuwait y en Irak, junto con la famosa Primavera Árabe, inventada por Barack Obama, han traído, por intereses espurios como siempre, muerte, destrucción y algo mucho peor: terrorismo islámico por medio mundo.

Es un fanatismo religioso que no respeta ninguna regla común de las personas. Pero el negocio de las armas -uno de los más fructíferos, por no decir el que más- tiene que seguir funcionando. Así pues, si no hay guerra, se inventa; porque hay que vender armas (los países son los primeros traficantes) y las grandes potencias tienen que sustituir sus obsoletos arsenales en guerras que poco le afectan para poder seguir fabricando y vendiendo, y para actualizar sus potenciales con nuevos inventos más sofisticados para matar.

En Oriente Medio y en parte de África hay gente que muere de hambre, pero no les faltan armas a sus dictadores para guerrear por dominar la tiranía que los enriquece.

Y no conformes, alimentan fanáticos para que mueran matando en busca del placer eterno inexistente. Así, han conseguido que las ciudades más pobladas de medio mundo sufran de sus fanatismos y estén en permanente peligro. Ahora todos son lamentos y pesares cada vez que el terrorismo islámico golpea; más ningún mandamás se acuerda ya de que sus egoísmos, sobre todo económicos, son los que nos han traído esta peste tan difícil de erradicar.

La irracionalidad que rodea las contiendas bélicas aún impera sobre la inteligencia, los intereses sobre la humanidad y la ceguera mental sobre la luz cerebral. De modo que, el mensaje de «La orilla blanca, la orilla negra» puede ser fácilmente trasladado al mundo de la política en una época convulsa como la actual, en la que de nuevo son necesarios los himnos por la paz. Porque, aunque en el mundo occidental cada vez es más raro un enfrentamiento bélico -o quizás no tanto-, siguen existiendo orillas blancas y orillas negras.