Hay una mayoría para la que el trabajo acaba siendo una labor necesaria para sobrevivir. Unos cuantos, sin embargo, se dedican a lo que les gusta o se les da bien. Y existen unos pocos, poquitos, a quienes su oficio o profesión les hace felices. ¿Dónde está el paso que decide una u otra cosa? Es difícil precisar: entran en juego la suerte, las experiencias, los contactos, la familia… Y, por supuesto, la educación.

Una educación cuyo origen se remonta a la infancia. A esa época en la que el pensamiento, la imaginación, la capacidad crítica y de decisión pueden convertirse en un arma poderosa. Y que sea así depende de un sistema educativo que persiga el crecimiento de la persona por encima del crecimiento económico para la sociedad. Y hoy, ¿estamos en ello? ¿O más bien evolucionamos hacia un modelo que moldea trabajadores eficaces, que escupe candidatos para cubrir aquello que el mercado demanda? Uno en el que el arte, la filosofía o la literatura pierden el lugar que les corresponde eclipsados por la técnica, la ciencia y los números.

«Quien no haya pasado nunca tardes enteras delante de un libro, con las orejas ardiéndole y el pelo caído por la cara, leyendo y leyendo, olvidado del mundo y sin darse cuenta de que tenía hambre o se estaba quedando helado. (…) Quien nunca haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia maravillosa acababa y había que decir adiós a personajes con los que había corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba, por los que había temido y rezado, y sin cuya compañía la vida le parecería vacía y sin sentido…». Quien no haya sentido algo o todo lo que expresa con tanta genialidad Michael Ende en La historia interminable, nunca llegará a entender el poder de las llamadas «letras». No creerá en esa semilla poderosa que representan y que metafóricamente se encuentra en los libros, llaves del conocimiento, herramientas para entender, para crecer, ser críticos, luchadores, comprensivos, creativos, innovadores… Y tampoco creerá que entre párrafo y párrafo podemos liberarnos y volar.

Todos los demás debemos plantarnos y recuperar el valor de «las letras», exigir que sigan ahí porque son clave para nuestra libertad de pensamiento. Tenemos que proponernos muy en serio el reto de que la lectura atraiga, que los niños y jóvenes disfruten leyendo.

Porque dice la leyenda que las personas que aman los libros suelen tener más capacidad para ser felices, trabajen en lo que trabajen, y cuentan que andan por la vida dotadas de una firme y creativa actitud para luchar por ser aún más felices.