Las nuevas tecnologías marcan la última etapa de la evolución de nuestras relaciones con la Administración. La aceptación de la equivalencia funcional de los sistemas electrónicos con el papel ha permitido su uso generalizado. Hoy en día, el documento electrónico tiene el mismo valor que el formato tradicional.

Un buen servicio a los ciudadanos exige reconocer su derecho a relacionarse con las instituciones públicas por medios electrónicos, derecho que comporta la obligación correlativa de estas de proporcionar y facilitar servicios cibernéticos adecuados y no obsoletos para que este derecho sea una realidad.

El formato electrónico responde a la idea de que magnitudes físicas contienen de manera codificada un documento. Pero el instrumento electrónico no es un cuerpo cerrado y protegido, difícil de alterar, sino que es un elemento fácilmente copiable y manipulable. Esta es una de las mayores dificultades para su utilización, de ahí la necesidad de establecer mecanismos que hagan que estas comunicaciones sean seguras.

A la cuestión de la seguridad se suma el problema de la validación o autenticación. En los documentos tradicionales la firma autógrafa proporciona una garantía sobre su autenticidad, en especial los que están otorgados ante fedatario público. El documento electrónico no permite el empleo de la firma autógrafa, pero la técnica ha articulado el empleo de signos o metadatos que añadidos al documento electrónico pueden suplir la función de la firma manual. Es la llamada firma electrónica que, con ciertos requisitos, viene a equivaler a la autógrafa.

Si realmente queremos que nuestras Administraciones estén a la altura de los tiempos y actúen en beneficio de los administrados, tienen que promover la cultura informática para que las relaciones con los ciudadanos sean más ágiles y cómodas. La gestión pública está obligada, pues, a transformarse en una administración electrónica regida por los principios de eficacia y eficiencia.