El problema catalán ha sido siempre una cuestión de dinero. Ahora se suman otros componentes. En Cataluña se ha extendido la idea de que todos sus males se deben al resto del Estado español. Al pueblo catalán se le quiere convencer de que la única salida está en la independencia. No saben o no les interesa saber que el Estado español ha aportado cincuenta mil millones de euros para reflotar la maltrecha economía catalana, ni que están lejos de cumplir las exigencias del déficit público, todo ello fruto de nefastas políticas económicas, gastos desorbitados o de la corrupción de sus políticos.

Frente a esta reivindicación soberanista los grandes partidos no exhiben una respuesta unánime. Las posturas van desde dejar pasar el tiempo hasta reformar la Constitución.

No hay que ser ingenuos. La reforma de la Constitución no va a callar las aspiraciones independentistas. Tampoco se tiene en cuenta que si se abre un proceso de reforma saldrán a debate múltiples cuestiones (república, modelo federal, financiación, Senado) para las que sería muy difícil alcanzar un gran pacto. Además, no todos los españoles están por la labor de consolidar un federalismo asimétrico para conceder privilegios a Cataluña en detrimento del resto. Muchos quieren justo lo contrario, porque se está perdiendo unidad de acción en materia sanitaria o educativa, y porque la situación actual es insostenible económicamente dado que la proliferación de órganos administrativos y el aumento del número de políticos no ha generado más eficacia sino más corrupción.

Entretanto, al socaire del proyecto secesionista, lo que pretende algún partido catalán es proteger y blindar la acción de sus políticos. La independencia les proporcionaría un poder judicial propio, agencia tributaria y hasta defensor del pueblo. Con ello queda claro que, si se hubiera aprobado el estatuto que votó el Parlamento catalán --y que apoyaban algunos ilustrados políticos del resto del Estado--,los últimos escándalos de corrupción no habrían salido a la luz.