El debate sobre la globalización ha tomado mayor peso a raíz de constatarse una creciente pérdida de soberanía por parte de los Estados. A nadie se le escapa que en la actualidad los gobiernos se ven obligados a gestionar sus problemas mediante dinámicas que traspasan sus fronteras, a la vez que se aprecia un aumento de la capacidad de las empresas multinacionales para interferir en las políticas económicas.

En la era global que vivimos, los nuevos sistemas de comunicación, la difusión de la cultura o la supremacía de los grandes holdings económicos constituyen fenómenos que han reducido la relevancia de las funciones asignadas tradicionalmente a los Estados. Es de sentido común, pues, preguntarnos sobre la función que el Estado nacional debe desempeñar en esta etapa en la que los ciudadanos están perdiendo poder en una economía que denota una clara propensión hacia la internacionalización.

El aspecto económico no es el único matiz de la mundialización, aunque sí el más importante. Su influencia también tiene reflejos en el funcionamiento de las instituciones públicas. Pero es claro que la contracción del papel económico de los gobiernos nacionales en favor del fundamentalismo de los mercados y del capitalismo financiero especulativo son los elementos claves que definen las relaciones socioeconómicas actuales.

Desde esta perspectiva, parece esencial intentar controlar el fenómeno de la globalización buscando una coordinación decidida y estable entre los diversos Estados. Es lo que se ha dado en llamar la Global Governance. Si no queremos dejar el dominio de la política a las multinacionales, que solo representan meros intereses económicos, y si queremos apostar por una sociedad donde la gestión de la riqueza, la cultura o la seguridad estén garantizadas por instituciones públicas, es necesario gobernar la globalización mediante acuerdos y toma de decisiones eficientes por parte de los Estados. En caso contrario, los ciudadanos estarán abocados a perder su poder y soberanía.