Me gusta despertar. Abrir el ojo más alejado de la almohada y comprobar que estoy vivo. Me gusta estar vivo. Me gusta tener los ojos abiertos antes de amanecer. No mucho antes. Y esperar. La espera tensa de cada amanecer. Oír cómo me amanecen las tripas y los pájaros me cantan por dentro. La liturgia, el rito, la noche en blanco del caballero que vela armas. Todo sea por ver amanecer. Los visillos, las lamas penetradas de luz. ¡Bendito sea el día en que, al despertar, nada ni nadie nos duela!

Me gusta ducharme. No sé si será muy higiénico tanto ducharse, pero confieso que me gusta la voluptuosidad de hacerlo. La suficiencia todopoderosa del agua caliente, civilizada y civilizadora. Pensar; y no pensar en el día que me falte. Me ducho sin medida. Solemne, ceremonioso. En las bañeras no quepo, me ahogo. En veinticuatro horas cambié mi bañera por una ducha. Y me gustó lo que hice.

Me gusta pensar bajo la ducha. Hablarme. Balancear versos. Ordenar el caos. Recordar a mi padre. Me gusta parecerme a mi padre, ahora que él ya no envejece; hacer de sus defectos mis virtudes. Afeitarme, porque lo manda mi hija. Porque a los jóvenes, los viejos espantan. Y peinarme, porque yo aún me peino (aunque no esté de moda).

Me gusta el día, San Jorge pisando al dragón, la cruz de Cristo y besarle los pies (a Cristo, no al dragón). Y el viejo atavismo de darle la vuelta al reloj de arena. Cada día. Un día más. ¿Cuántas veces lo habré hecho ya? ¿Cuántas podré hacerlo aún? Es un gesto soberbio. Vivir es solo volver a vivir. Un efímero retorno. Arena nada más, albero la quisiera, la cátedra circular del toreo, pero es arena nada más, polvo, tiempo, nada. A solas con la nada.

Me gusta, sobre casi todo, el instante glorioso de darme colonia. Coba, cariño, esperanza y buen humor. Colonias rancias que me huelen a mí. Ese twist fugaz y vigorizante de un sopapo de colonia. Nenuco a diario, Varón Dandy los días de guardar. Y Old Spice por si se terciara. Simplemente me gusta.

Me gusta salir a la calle. Solo y en libertad. Como un lobo. Y bandearme entre la gente. Me gustan los hombres, los amigos y los camaradas. Verticales, inquebrantables. Blancos y negros. Me gustan las mujeres, en vertical y en horizontal. Por delante y por detrás. En paralelo y en perpendicular. Me gusta decir madre y decir amante,... ahora que de ninguna de las dos tengo. Decir hola. Buenos días. Que le vaya bien. Que tenga buen día.

Me gusta, aún más, desayunar. Me gusta el café (con leche, por supuesto). Y otro. Y la tostada. Y otra. El bollo de mantequilla en Bilbao. La raqueta de crema en Salamanca. La tortilla de bonito en Laredo. La cachuela en Badajoz. Me gustan Badajoz, Laredo, Salamanca y Bilbao. Las churrerías, las tabernas, los bares y las cafeterías. Y la gente. Me gusta desayunarme España. ¿Les he dicho que me gusta España? Cada uno de sus días, cada uno de sus soles nuevos.

Pero, sobre todo, me gusta leer el periódico cada mañana. Por si no hubiera mañana. Como si no hubiera mañana. Me gusta este diario, por supuesto. Y el otro. Y los otros. Me gusta su tacto,... y, cuando voy al monte, envolver en las necrológicas el bocata de sardinas en aceite. No hay otra manera más simpática de dar lustre a los muertos. Acariciarlo, ponerlo bajo mis posaderas las tardes de fútbol y sobre mis entendederas las tardes de sol y toros. Me gusta incluso leerlo. Éste y el otro. Me gusta leerles a ellos. A Rosalía. A Juanma. A Alfredo. Leer que Alfredo menciona a Luz, y, por él, saber que Luz no está muerta. Luz, qué bello nombre. Periódico Extremadura, ¡qué bello tu bello nombre! H