La avalancha de procesos electorales que se nos avecinan nos lleva a pensar que en nuestro país hay demasiados cargos políticos. Y el ciudadano percibe que, desde que se han universalizado sus remuneraciones, tanto político resulta demasiado gravoso para el erario público. Solo hay que ver el ingente número de legisladores y gobernantes que tenemos en los distintos ámbitos, a los que hay que sumar los innumerables asesores personales, cuyo nombramiento se sustrae a los requisitos de competencia, mérito y capacidad, y cuya necesidad no acaba de comprender bien el ciudadano medio.

Pero no es solo la carga económica lo objetable, parece que los mandatarios no saben a veces cómo justificar su estéril trabajo y se dedican a plasmar ocurrencias en normas jurídicas. Y así, sufrimos los efectos de numerosas leyes que son absurdas e innecesarias. Esta grave nomorragia o hiperregulación que padecemos nos lleva a concluir que sobran legisladores y normas.

El pensamiento político romántico pensaba que la ley debe servir para que el ciudadano alcance la libertad y la felicidad. Hoy, sería más exacto decir que las normas jurídicas deben estar al servicio de la convivencia social y deben contribuir al progreso económico para alcanzar el bienestar social. Por eso, la inflación de normas que soportamos solo sirve para invadir la esfera personal y social del individuo y para coartar su libertad.

No podemos aspirar a regular todos los aspectos de nuestra convivencia mediante reglas jurídicas. Normas, las justas. Y menos cuando se observa que se promueven leyes cada vez más represoras destinadas a recortar libertades o dictadas con meros fines recaudatorios.

La alternancia de partidos estimula, además, que se legisle con criterios ideológicos enfrentados, con el efecto de que, cuando soplan otros vientos, se procede a su modificación. Es un tejer y destejer; una pérdida de tiempo y de recursos. El legislador no debiera olvidar que el exceso denormas ahoga al ciudadano y deriva en un insolente despotismo.