Comenzó la campaña electoral para las municipales y autonómicas. Los políticos --veteranos y bisoños-- afrontan todos con la misma ilusión sus mítines, desplazándose, como buhoneros, de pueblo en pueblo, de barrio en barrio, intentado seducir a ingenuos electores. Se mercadea con la libertad, la igualdad, la justicia o el bienestar. Se ofrecen bálsamos y panaceas. Se promete lo imposible (recordemos las palabras del Mayo francés: "Sed realistas, pedid lo imposible"). Al pueblo las promesas le suenan ya a las cantinelas de siempre. Son las mismas baratijas envueltas en pomposo papel de regalo.

Atravesamos tiempos turbios. Y no me refiero únicamente a la crisis económica. Vivimos una crisis de valores que se acentúa más en el cuadro de nuestros dirigentes. Causa verdadero estupor observar las altas cifras de paro, la precariedad laboral o el grave problema de una juventud sin expectativas y sin horizontes. Frente a esto nos topamos con retiros dorados de excargos públicos, obscenas indemnizaciones de banqueros y cada día un nuevo escándalo político-financiero. El déficit de democracia desencanta al ciudadano, no se siente representado y busca alternativas. Demanda a los partidos cambios profundos en el modelo democrático y más transparencia. Pero los partidos políticos, burocratizados y carentes de democracia interna, solo ofrecen --todos se resisten a cambiar-- listas cerradas y bloqueadas. Como mucho, operaciones cosméticas. El resultado es siempre igual: demasiado profesional de la política. Demasiados políticos enrocados en sus puestos. Hastía ver siempre las mismas caras.

En las listas electorales hay de todo. Gente buena, honesta y trabajadora. Pero también, pícaros y aprovechados. En las candidaturas van todos revueltos, cual fruta podrida y sana en las mismas banastas. Y como no queremos que se nos deteriore toda la mercancía, pensamos lo bonito que sería que en las próximas elecciones nos dejaran escoger de cada cesto las mejores frutas.