Europa pierde encanto. Hace unas décadas éramos la inspiración del mundo. Los ámbitos financieros y empresariales querían estar presentes en nuestro continente. Europa era el centro de la moda, la cultura y el arte. Su pensamiento filosófico y científico irradiaba a todo el orbe. Hoy, la influencia económica se ha ido desplazando hacia el suroeste asiático y el mundo anglosajón nos ha perdido el respeto. Reino Unido nos ha dado la espalda, y Trump prefiere dialogar con Rusia o Japón y busca la fractura de la UE. Solo seguimos siendo atractivos para América latina y los pueblos africanos y del próximo oriente que, cercados por los conflictos bélicos o huyendo de la hambruna, se acercan a nuestras costas buscando la remisión de sus graves problemas.

La UE pasa por el momento más delicado desde su nacimiento. Apenas acabamos de reponernos de las graves consecuencias de la última crisis económica, cuando de nuevo aparecen los nubarrones de una recesión o, cuando menos, de un periodo de débil crecimiento. No podemos prescindir de las políticas de austeridad pese a los efectos positivos de la política monetaria seguida por el Banco Central Europeo. No podemos o no sabemos superar la crisis humanitaria provocada por los refugiados.Y los nacionalismos y populismos, alentados por eurófobos y euroescépticos, siguen creciendo (no debemos minusvalorar los últimos resultados en Holanda).

Con estas perspectivas, Europa navega sin rumbo. Falta liderazgo. Desaparecida la generación de los padres que edificaron los cimientos de la actual unión, parece que solo políticos mediocres y burócratas gobiernan el timón. Las instituciones europeas, salvo el BCE, están desaparecidas. Candidatos a futuros líderes nacionalesse despiertan enfangados con escándalos de corrupción. Podíamos seguir. Pero prefiero terminar con el profético diagnóstico que ya hiciera Ortega y Gasset en la primera mitad del siglo pasado: «El síntoma más elocuente de la hora actual es la ausencia en toda Europa de una ilusión hacia el mañana».