Tras los resultados de las elecciones del 20 de diciembre de 2015, los nuevos partidos ensalzaron las bondades del pluripartidismo y celebraron la llegada de una mayor democracia que, a partir de entonces, impediría el rodillo parlamentario.

Seis meses más tarde, las Cortes quedaron disueltas por imperativo constitucional, tras no haber alcanzado la confianza ningún presidenciable en los dos meses siguientes a la primera votación de investidura.

Ha trascurrido año y medio desde aquellas elecciones de 2015 y, aparte de haber tenido que repetir comicios, hemos permanecido casi un año sin Gobierno. La elección del secretario general del principal partido de la oposición ha provocado una crisis interna. El racimo de partidos opositores no ha conseguido aprobar una ley útil para el bienestar de la sociedad, y muchas de sus iniciativas parlamentarias, o han sido vetadas por el partido gubernamental o no han encontrado el suficiente consenso.

Y, ahora, la rémora del pluripartidismo se ha repetido en la aprobación de los presupuestos. La ley presupuestaria es la herramienta más importante para cumplir el programa de un partido. Sin embargo, el Gobierno no ha podido aplicar plenamente sus criterios presupuestarios porque ha tenido que dar respuesta a las múltiples demandas de los partidos que le han prestado/vendido sus votos, y la cerrazón al pacto ha impedido a la oposición forzar una política más social y redistributiva de la renta. Resultado: los españoles vamos a pagar un precio exorbitante por el apoyo parlamentario y han salido ganando, no los más necesitados (por ej., Extremadura), sino los que mejor han sabido/podido pujar en el cierre de cuentas anuales (País Vasco y Canarias).

A la vista de lo que sucede en España, ¿podemos concluir que es preferible el bipartismo? No necesariamente. Lo cuestionable es la ausencia de voluntad de pactar. Y lo que se deduce de la aprobación de los presupuestos con Gobiernos en minorías es que en nuestro país no se pacta, se mercadea con votos.