Todos conocemos a alguien que ha sufrido algún percance con petardos, cohetes o algún tipo de producto de pirotecnia.

Costumbre, mala desde mi punto de vista, tan arraigada como el turrón o el roscón de Reyes, pero infinitamente peor claro está. Se supone que es algo que se hereda y que los padres, por eso de trasladarse a su infancia o juventud, enseñan a sus hijos.

La prohibición de su uso en la mayoría de las ciudades españolas no es suficiente para erradicar su uso y abuso. Es habitual ver a niños de muy corta edad con estos artefactos en forma de pequeñas bombas, cuya carga va liada en papel y que con solo arrojarla con fuerza al suelo, explota. Es evidente que un niño de seis años no descubre su existencia por sí solo y que la mano de un adulto, el que sea, está detrás.

Según estudios científicos realizados para averiguar el motivo por el que nos es placentero el uso de la pirotecnia, se desvela que el tiempo transcurrido entre que se prende la mecha y se produce la detonación, provoca un estado de estrés bueno que proporciona una liberación de dopamina en el organismo, hormona responsable de la sensación de bienestar en nuestro cuerpo. Algo similar a lo que experimentan los amantes de las armas de fuego, desde que apuntan, hasta que aprietan el gatillo.

He podido experimentar en mi propio cuerpo sus negativos efectos por una manipulación indebida, cuando se olvida la peligrosidad de su uso. Aunque la normativa al respecto es hoy en día más severa, siguen existiendo múltiples infracciones que no son penalizadas, a pesar de la multitud de casos registrados de heridos de diversa consideración a causa de juegos pirotécnicos. Están en los kioskos y tiendas de chinos, cualquiera los puede comprar de forma particular y, aunque tienen una cantidad relativamente pequeña de pólvora, la ley permite hasta tres gramos por unidad, el hecho es que conforman una masa suficiente, para provocar daños de gravedad en nuestro cuerpo, como amputaciones de miembros, ceguera, etc. Sin hablar de los decibelios que generan, que oscilan entre 65 y 120, cuando el nivel permitido por la Unión Europea es de 45 dB.

Los humanos sufrimos, pero quienes peor lo pasan son los animales, que huyen despavoridos para esconderse y alejarse de ese infernal ruido.

Revisar nuestras costumbres, a veces, es necesario.