La globalización de la economía y la pertenencia a organismos supraestatales producen una sumisión de los ordenamientos internos que impide que los Gobiernos nacionales puedan diseñar políticas de estímulo audaces y originales. Así, los diferentes partidos políticos que se alternen en un país tendrán que llevar a efecto las políticas económicas que coincidan con el orden económico mundial o que imponga la UE.

No se puede ser independiente en estas cuestiones. Ni desoír las recomendaciones (imposiciones) de los órganos comunitarios. Esto hizo Grecia, y hemos comprobado que desde que los griegos escucharon los cantos de sirena que entonaban los populistas y los nacionalistas no salen de rescates. Ni remontan económicamente.

Sin embargo, los Estados europeos se han acostumbrado a vivir permanentemente endeudados. Estas prácticas presupuestarias tienen un grave peligro. Tarde o temprano los tipos de interés tenderán a crecer (esta puede ser una consecuencia de las políticas de Trump), y entonces la deuda pública se convertirá en una pesada carga que limitará la posibilidad de acometer políticas de estímulo económico.

El FMI, consciente de este problema, ya ha puesto deberes a los países europeos con mayor déficit público. Para España, pese a lo que podría pensarse, no propone seguir con los ajustes, dado el gran sacrificio que los españoles hemos hecho en los últimos años. Sus recomendaciones, empero, no dejan de ser pintorescas: aconseja una subida de impuestos indirectos y además propone racionalizar (léase reducir) los gastos en sanidad y educación.

Una de las bazas españolas para afrontar el crecimiento económico ha sido el aumento de la demanda interna. De ahí que cualquier impuesto que grave el consumo afectará a la recuperación económica. No hubiera estado de más que, en vez de fijarse en los gastos de sanidad y educación (pilares de nuestro estado de bienestar), el FMI se hubiera esforzado en recomendar una lucha más eficaz contra el despilfarro y el fraude fiscal.