Tiene 71 años, lleva más de 30 entre fogones pero no tiene intención alguna de dejar ni sus chipirones, ni sus patatas revolconas ni su carne asada. Por esa dedicación a la cocina, sus compañeros de gremio han decidido darle un homenaje hoy que le llena de emoción, tanto como las felicitaciones que no deja de recibir desde hace unos días en la calle.

¿Cómo empezó su idilio con la cocina?

--Ya casi no me acuerdo de la edad que tenía cuando empecé. Antes de entrar en la hostelería yo había hecho de todo, de pescadera, en un supermercado, vendiendo fruta y cerdos que comprábamos mi marido y yo por los pueblos, pero a mí me había gustado siempre la hostelería y entonces vimos el Carro y lo abrimos de la nada hace ya más de treinta años.

¿Cómo fueron esos comienzos?

--No fueron difíciles porque metí a un cocinero y tenía además mis brazos para trabajar. El cocinero, Manolo que ahora está en el Arco Iris, me enseñó la hostelería, a manejarme y a trabajar con desenvoltura porque hoy la gente piensa que en la cocina se mete cualquiera y hay que tener desenvoltura para trabajar y rapidez, que todo quede bien hecho pero rápido.

¿Qué recuerda de aquella experiencia en el Carro?

--El Carro iba perfecto, allí iban a comer todos los jefazos de la Telefónica, del Banco Exterior de España, de Dragados. Además, la juventud lo llenaba cuando salían a la discoteca porque teníamos abierto hasta las tres de la mañana, yo les ponía el pescado y les tupía de pinchos.

¿Qué pasó para tener que dejarlo?

--Que me caí en la calle un día a las cuatro de la mañana que llovía a cántaros. Ese día estaba agotadita y cuando me iba a casa resbalé y caí, ya tenía la columna mal pero entonces me fracturé una vértebra y me aplasté otras dos. Estuve ocho meses en la cama sin poderme mover y a raiz de ahí se vino todo abajo. Hubo que cerrar el comedor y con lo que debíamos a la caja...

¿Tuvieron que cerrar?

--No, porque en cuanto pude volví a abrir el comedor, pero estuve dos años en rehabilitación. Al final llegamos a un trato con un abogado y vendimos el Carro a cambio del supermercado La Granja de Miralvalle. Allí hicimos otro bar en el que estuve cinco años y después lo vendimos y nos fuimos al Refugio.

¿Y de eso hace ya cuántos años?

--Llevamos allí 18 años, hicimos toda la obra del Refugio y ¿sabes cómo he pagado eso?, con el sudor de la frente y horas y horas de trabajo.

Y en el Refugio, reinventó los chipirones...

--Primero pusimos un asador con un horno de leña pero luego cambié al pescado porque he sido pescadera y lo conozco al pie de la letra. Con el chipirón hay que tener ojo, hay que saber comprarlo, lo primero, y después hay que saber freirlo. Yo lo pago a 0,60 euros el kilo, pero no me importa porque tiene que ser de plena calidad.

¿La calidad es la base de su cocina?

--Sí, los alimentos deben ser todos de calidad, no hay que mirar la peseta en lo que vayas a dar al público. Además, hay que ser constante y dar siempre la misma calidad.

¿Tiene otras especialidades?

--Sí, las patatas revolconas, que hacemos unos 12 kilos diarios y la carne asada encebollada al horno y en su jugo, que es una receta solamente mía porque la inventé yo.

Con ese trabajo a sus espaldas no ha pensado en jubilarse?

--No lo podré dejar tan fácil porque sigo estando muy ilusionada, yo no vivo más que para mi negocio. He tenido una vida esclava pero estoy muy satisfecha porque la gente me ha querido mucho. Además, la hostelería te tiene que gustar porque si no, te cansa. Yo tengo seis vértebras aplastadas y osteoporosis, pero llevo cuatro años haciendo yoga y me está dando la vida.

¿Contenta con el homenaje de sus compañeros?

--No saben la ilusión que me ha hecho por reconocer mi trabajo. Se lo he agradecido en el alma, más que si me hubieran tocado millones.