TCtomo se sabe, ochenta y tantos consejeros y directivos de Caja Madrid gastaron en diez años y en sí mismos más de 15 millones de euros porque el entonces presidente de la entidad, Miguel Blesa, de quien bastaría la sonrisa para comprenderlo todo, puso a su disposición tarjetas sin límite de gasto ni necesidad de justificación, o con un límite de 50.000 euros al año, si se puede llamar límite a eso.

Lo que repugna del caso (o asco, para el que guste de los anagramas) es la chulería, y se comprende la reacción del ministro Luis de Guindos: "Se me revuelve el estómago". Pero lo que enfada es el tonto útil, que no está representado por los del PP o la patronal, que al fin y al cabo estaban en casa, entiéndase, sino por los 15 del PSOE, 4 de IU, 6 de CCOO y 4 de UGT, que creían que el dinero era gratis, a cambio de nada.

Y sirva como tonto ejemplar el que dice que cada vez que utilizaba la tarjeta no pensaba que era en beneficio propio: vamos, que los viajes, la ropa, la comida, los hoteles y las retiradas en efectivo eran por el bien del pueblo.

Ninguno de ellos tuvo palabras, o solo de agradecimiento, cuando Caja Madrid se convirtió en Bankia, operación que consistió en cambiar el nombre de la entidad, no los gestores, a fin de que todo siguiera igual.

Eso explica, por ejemplo, que aún no haya culpables de la quiebra de Caja Madrid, tan conocidos, o que el Gobierno continúe sin explicar por qué puso al frente de Bankia precisamente a los culpables, después de una nacionalización que costó 24.000 millones de dinero público.

Por supuesto, es probable que no supieran lo que hacían (tontos útiles, al fin), pero sorprende que ninguno, designados para vigilar la gestión de la entidad, tuviera la curiosidad por saber quién pagaba sus gastos (al modo Pla: ¿y esto quién lo paga?) o por qué no era preciso justificarlos, cuando en casa se mira hasta el ticket del pan.

Casi habría que disculpar a Blesa, que todavía conserva la sonrisa por los movimientos de esas tarjetas.