La dimisión del ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, se ha producido en tiempo y forma. Si un ministro que no cumple es un ministro dimisionario (a poco que se respete), la reforma de la ley del aborto cumplía el martes el plazo que el ministro había fijado para su aprobación, y sobre el que bromeaba así a mediados de julio: "Estoy en condiciones de decirles que el proyecto se aprobará antes de que termine el verano, y el verano acaba en septiembre, ¿no?, ¿cuándo acaba el verano?".

En efecto: el verano ha acabado en septiembre y, aunque para el calendario político la fecha habría sido la del consejo de ministros del día 19, para el calendario meteorológico, y según el ministerio de Fomento, el otoño comenzaba "el martes 23 de septiembre a las 4 horas, 29 minutos".

En cuanto a las formas, ¿qué debe hacer un ministro cuando lo desautorizan? No solo dejar el cargo, sino el escaño, el partido y, llegado el caso, también la política. Si la reforma de la ley del aborto era el mayor proyecto político del ministro de Justicia (por encima, desde luego, de las tasas y el decoro de los secretarios judiciales) es porque lo era también para el presidente del Gobierno, y de tanta importancia que decidió no asignar su tramitación a Sanidad (Ana Mato: con eso está dicho todo), sino a Gallardón, no importaba el ministerio.

La única respuesta coherente que cabía esperar del ministro el martes era el título de Robert Graves: Adiós a todo eso.

Por lo demás, y sin olvidar que la decisión del Gobierno es una buena noticia, no se sabe qué será peor ahora en términos electorales, si la imagen que deja el portazo de Gallardón o la propia impopularidad de la ley, que era la preocupación de los candidatos a alcaldes y presidentes autonómicos del Partido Popular de cara a las elecciones de mayo, al estar informados, vía Pedro Arriola, del desacuerdo de muchos simpatizantes y militantes respecto a la reforma. Al fin y al cabo, el grueso electoral de ese partido es conservador. Gruesamente conservador.