Unas 300.000 personas se han visto afectadas esta semana en Estados Unidos por una ola de cancelaciones de vuelos originada por las revisiones de seguridad de urgencia en centenares de aviones.

Solo American Airlines --la aerolínea más afectada-- ha cancelado desde el martes 3.000 vuelos, lo que ha creado una situación de caos en los aeropuertos estadounidenses, una tormenta política entre la Administración Federal de Aviación (FAA en sus siglas en inglés) y el Congreso, millonarias pérdidas económicas y una comprensible indignación por parte de los usuarios, que llevan tiempo sufriendo la decadencia del sistema aéreo estadounidense.

En noviembre del 2006, la FAA ordenó inspecciones de seguridad en los aviones Boeing MD-80, MD-88 y MD-90 y dio a las compañías 18 meses de plazo para llevarlas a cabo.

Sin embargo, el caso ha explotado esta semana, cuando el organismo regulador federal ha ordenado que la flota de Boeing se quede en tierra para garantizar la seguridad de los pasajeros, ya que no se habían arreglado los problemas.

De entrada, como argumenta la FAA, es bueno que una decisión de este tipo se haya tomado antes de lamentar una desgracia. Lo malo es que las compañías no han cumplido con su obligación y la FAA no ha actuado hasta que un escándalo y la presión del Congreso la ha obligado.

En términos políticos, ese es el meollo del asunto. La FAA tiene una doble función que se descubre contradictoria: regular a las aerolíneas e incentivar a un sector dejado a su propio criterio en aras de no intervenir en el mercado.