Hace unos días, en una tienda del centro de Barcelona, me topé con un objeto espantoso y, por consiguiente, ideal para regalar a alguien al que se odia. Lo tenía todo, pues era grande, horrendo y caro. Uno de esos regalos, en suma, que amargan considerablemente la vida del que lo recibe, sobre todo si no le das el ticket de compra para que no pueda cambiarlo por otra cosa.

Se trataba de una escultura de porcelana blanca que reproducía la cabeza y los cuartos delanteros de un caballo y que servía de espectacular peana a una lámpara. Ideal, como digo, para arruinar la paz doméstica de cualquiera. Lamentablemente, no odio tanto a nadie -en mi condición de agnóstico, soy más dado al desprecio- como para regalarle la lámpara-caballo, así que el adefesio se quedó en su sitio, a la espera de alguien con mayor capacidad de odiar o que -cosas más raras se han visto- creyera sinceramente que podía ser del agrado de un ser querido.

Es este un ejemplo extremo, pero abundan por estas fechas los regalos que repugnan a quien los recibe y que suelen ser devueltos a la tienda para cambiarlos por algo menos ofensivo. El origen de esta clase de obsequios es siempre el mismo: el desinterés más absoluto por los gustos de la persona a la que van dirigidos. Hay quien arguye que la persona en cuestión tiene de todo, o es de gustos difíciles, pero en el fondo todo consiste en que nos importa un rábano y queremos quedar bien con ella sin preocuparnos de conocerla lo más mínimo.

Esa actitud tiene dos aspectos, el pusilánime y el fanático. La actitud pusilánime consiste en comprar cualquier cosa socialmente aceptable; la actitud fanática se manifiesta en regalar algo que nos gusta mucho a nosotros sin pararnos a pensar si también le gustará o no a la otra persona. Este tipo de regalos, digamos ideológicos, son probablemente los más ofensivos, pues demuestran lo poco que valoramos los intereses de los demás -si es que nos hemos tomado la molestia de averiguarlos- y lo mucho que nos gusta imponer nuestro criterio, así como la manera en que vamos por la vida, pisando fuerte y despreciando el interés ajeno. Esos regalos -si quien los hace no es un miserable de los que se comen el ticket de compra- son los que acaban siendo devueltos a puñados durante estas fiestas tan entrañables.

Estas desgracias se evitarían si solo hiciésemos regalos a personas a las que apreciamos, pero la Navidad tiene un componente de paripé muy notable que a veces nos lleva a intentar quedar bien con gente que ni nos va ni nos viene. La mayoría de nosotros nos conformamos con adquirir objetos neutros o aparentemente útiles, pero nunca falta el fanático capaz de regalarte las obras completas de Paulo Coelho aunque sepa que no te interesan lo más mínimo. Afortunadamente, en el pecado viene la penitencia, y los regalos absurdos son una buena manera de tachar de la lista de amigos y conocidos a quienes se pasan por el forro nuestras preferencias y creen hacernos un favor al imponernos las suyas.

La culpa de esta situación la tiene una sociedad capaz de convertir algo tan bonito como hacer un regalo en una obligación social. El amor y la generosidad mutan en costumbre gregaria, como comprobamos cada Navidad, cuando alguien que se supone que te conoce y te aprecia demuestra que ni una cosa ni otra al obsequiarte una atrocidad que nada tiene que ver contigo, por mucho que a él se le antoje de lo más pertinente.

La causa

La imposición de un criterio y el desinterés por la persona a obsequiar son, diría yo, los principales motivos de las devoluciones, aunque hay regalos tan ofensivos que exigen su destrucción inmediata: pienso en el caballo-lámpara, que tan a gusto hubiese desintegrado a martillazos en la tienda, y pido perdón por no haber reunido el valor necesario para hacerlo al pobre desventurado al que le haya caído semejante birria.