El cliente del Gran Café no podrá leer más esta columna de opinión mientras toma un café con churros o unas tortitas con nata. Tampoco podrá leer, endulzadas con un zumo de naranja natural, las noticias nacionales, locales o deportivas. No, no es que los gerentes de dicho local hayan boicoteado a este periódico. La cosa es más retorcida: es el destino quien los ha boicoteado a ellos. Desde hace un par de días, el Gran Café ha dejado de ser un local de hostelería para convertirse en un doloroso ejemplo más del pasado reciente de Ciconia. Escribo estas líneas con duelo, porque durante 27 años --los que ha estado abierto-- he sido asiduo cliente suyo.

Si hubieran escondido una cámara secreta tras sus muros, una cámara que no hubiera dejado de hacer fotos durante casi tres décadas, me ahorraría tener que escribir, digamos, mi autobiografía. No sería necesario. Allí estaría yo, a mis 16 años, mirando en derredor con cierto pasmo, auscultando las bondades del nuevo local. Y estaría allí tres años después, dispuesto a desayunar un café y tostadas antes de entrar a trabajar. Y estaría el 7 de noviembre de 2010, horas antes de su clausura. Las fotos de este servidor serían interminables: con pelo corto o con pelo largo, con barba o sin ella, con un amigo o con una novia, leyendo la prensa o leyendo un libro, por la mañana o por la noche, en invierno o en verano, con prisa o de turismo. ¡Qué ciconiano no ha rubricado parte de su biografía entre las cuatro paredes de este mítico local de inspiración decimonónica!

Con la muerte del Gran Café --que deja en paro a 15 empleados-- toda Ciconia muere un poco también.