No hubo milagro. La ballena que perdió el rumbo y terminó en el Támesis, en el centro de Londres, murió ayer sin poder retornar al mar.

El estado físico del cetáceo extraviado se deterioró inexorablemente, después una extraordinaria jornada, con el Reino Unido en vilo, pendiente de la suerte del animal. En un día soleado y frío, miles de londinenses y turistas se acercaron a las orillas del río para ver al insólito visitante, mientras los equipos de rescate hacían todo lo que podían para devolverle al mar. "Tenemos las horas contadas. Debemos actuar con precaución y rapidez", comentaba uno de los especialistas, después de que la ballena fuera localizada al oeste de la capital.

La noche anterior el animal, de siete toneladas y cinco metros de longitud, había desaparecido de la vista durante unas horas, dando lugar a todo tipo de especulaciones. "Está totalmente desorientada. No va en ninguna dirección concreta", señaló Tony Woodley, del Grupo de Rescate de Hombres Rana de la Marina británica. Pasado el mediodía y mientras la policía cerraba el puente de Battersea, donde se agolpaban los curiosos, veterinarios y biólogos se echaron al agua, que apenas cubría, para capturar al animal.

El Támesis se encontraba entonces en su nivel más bajo. Exhausto, el joven ejemplar de la especie cuello de botella, se dejó rodear por unos pontones amarillos inflables y tras pasar una lona por debajo de su cuerpo, quedó inmovilizado. Poco a poco, el cetáceo, que había quedado varado en la arena, fue conducido a aguas algo más profundas, donde llegó el momento más delicado de la operación.

Izada con una grúa

Con cuidado extremo, la ballena fue izada en el aire por una grúa, mientras desde el cielo, los helicópteros de las cadenas de televisión retransmitían la maniobra. Una salva de gritos y aplausos estalló en el aire cuando fue finalmente depositada en una barcaza, que debía conducirla hasta el estuario.

"Es surrealista. Totalmente extraordinario. Jamás creía que iba a ver algo así", comentaba muy excitado un turista italiano, que jamás olvidará su viaje a la capital británica. "Es un animal precioso y espero de verdad que se salve", decía algo triste una dama muy británica.

Su pesimismo estaba justificado y era compartido por muchos de los miembros del equipo de rescate. "Vamos a conducirla al estuario. Pero esto no significa que la vayamos a soltar", anunció Woodley. Mientras la barcaza navegaba hacia el este de la capital, los veterinarios controlaban la respiración y realizaban análisis de sangre al animal, que permanecía cubierto con grandes paños empapados con el agua de una manguera.

El complejo despliegue, que costó de 100.000 a 150.000 euros, estaba lejos de haber concluido. Una vez alcanzado el estuario, el cetáceo debía ser trasladado a otro navío que lo conduciría a alta mar, algo que no llegó a producirse.

A la caída de la noche, las esperanzas se habían esfumado. Paul Jepson, de la Sociedad Zoológica de Londres, al examinar al mamífero había encontrado varias heridas que podían estar infectadas. Minutos después de las ocho de la tarde, las convulsiones sacudieron el cuerpo de la ballena, que agonizaba. Los esfuerzos habían sido en vano. Un final triste para una historia mágica.