Realmente, ¿quién sabe qué pasó el 13 de noviembre de 1992? Si no fuera porque los medios de comunicación acostumbran a rememorar en páginas y minutos las fechas marcadas por acontecimientos relevantes, de cualquier naturaleza, pocos, excepto familiares, amigos y vecinos, retendrían en la memoria esa fecha. Pero si hablamos de las tres niñas de Alcàsser 20 años después no necesitamos refrescar la memoria. Las imágenes, los recuerdos, fluyen como el aire de un respirar frío todavía entrecortado y estremecedor. Ese día empezó y acabó todo para ellas. Miriam, Antonia y Desirée, de 14 y 15 años, quisieron ir a bailar a una discoteca, la Coolor de Picassent, una población valenciana cercana a la suya, Alcàsser. Lo intentaron a dedo pero el coche que las paró y al que subieron truncó su tarde de fiesta de instituto. Lo que ocurrió ese día lo supimos dos meses más tarde.

Ese 13 de noviembre ni siquiera sus padres podían imaginar el peor final, y para el resto de la sociedad y para los medios de comunicación podía tratarse de un caso más de adolescentes rebeldes que pronto volverían a casa. El paso de los días y de las semanas disparó las alarmas, las conjeturas y los rumores, al final ampliamente superados por la brutalidad y el horror del asesinato de las tres jóvenes. Tras su desaparición el 13 de noviembre, las chicas fueron protagonistas de una intensa búsqueda policial y ciudadana. El padre de Miriam, Fernando García, erigido desde el primer momento y por iniciativa propia como portavoz de las familias, abanderó la causa y el espectáculo televisivo de la tragedia no había hecho más que comenzar.

Con el hallazgo de los cadáveres, semienterrados, el 27 de enero de 1993 en el paraje de La Romana, cerca de la presa de Tous, concluyó el primer capítulo del drama, el de la angustiosa incertidumbre y la desesperada búsqueda de las familias y, con ellas, un país donde la televisión nunca antes había prestado tanto atención a un suceso. Fueron momentos intensos y, al mismo tiempo, extraños para el periodismo. Compartimos esa opinión compañeros de diferentes medios de comunicación que esos días, meses e incluso años cubrimos el caso. Todo sucedió tan rápido, corríamos tras la información con tanta ansiedad, con tanta y tan lógica exigencia para no errar pero sin perder un solo detalle, que apenas nos dio tiempo en esos primeros días --los de la aparición de los cuerpos, el entierro, la búsqueda de los sospechosos, la fuga de Antonio Anglés-- de reconocer la magnitud y trascendencia de los hechos.

El presentador de un programa de radio nocturno me preguntó, ya de madrugada, tras regresar del Instituto Anatómico Forense, donde se practicó la autopsia a los cadáveres: "¿Qué sientes?". "¿Cómo se puede informar con entereza sobre lo ocurrido?". He recordado esa pregunta muchas veces. ¿De dónde sacamos esa sangre fría para no derrumbarnos ante tremenda tragedia? ¿Cómo pude junto al fotógrafo, Miguel Lorenzo, entrar en la caseta donde las niñas sufrieron las mayores aberraciones? No es fácil pero supongo que la responsabilidad nos atrapa y somos capaces de respirar hondo y cerrar la espita de las emociones personales. Algunos. Otros, como pudimos comprobar, aprovecharon para subir el share con programas especiales que años después se han considerado como los inicios de la telebasura. La imagen de los padres de Miriam sentados en un plató de televisión en un espacio de Antena 3 presentado por Nieves Herrero hizo historia.

Resultaba estremecedor, impúdico, ver como la realidad discurría paralela al espectáculo. Mientras Fernando García y su mujer, aunque conmocionados por el dolor, probablemente en estado de shock, se dejaban consolar por la compasión mediática escenificada en el teatro de Alcàsser desde donde se emitió el programa en directo, en Catarroja agentes de la Guardia Civil detenían a Miguel Ricart, condenado más tarde como coautor de los crímenes, mientras Antonio Anglés, el principal sospechoso, conseguía huir.

Al mismo tiempo, otra realidad; en el Anatómico Forense de Valencia se realizaba la autopsia de los cuerpos. Fueron muchas horas de espera a las puertas del edificio y algunos minutos de acceso permitido a una pequeña antesala donde un olor que nunca antes había sentido impregnaba la atmósfera. El olor, ese sutil olor, en aquella antesala, la bata blanca del forense Luis Frontela... me sobrecogió. Todavía no sabíamos que