TUtna mujer habla. La voz, que llega al corresponsal a través de la rejilla del burka, expresa orgullo por poder votar y esperanza en un cambio. Me pregunto cuál es el cambio con el que sueña. Seguramente con algo tan básico, pero tan escaso para la mayoría de las mujeres en el mundo, como es la libertad.

Muchas veces se me ha quedado cortado el cuerpo y desolada el alma ante las injusticias y atrocidades infringidas a seres humanos por el simple hecho de haber nacido hembras; el ejemplo más reciente el de Sakineh Mohammadi , condenada en Irán a ser lapidada por adulterio. Ya anteriormente había recibido 99 latigazos por mantener una relación considerada ilícita.

Muchas veces, decía, he sentido la desolación al recibir noticias como ésta, pero ha habido una que, siendo igual de terrible, me ha impactado más y me ha indignado profundamente. La ley que en Afganistán da la potestad a un hombre para quitar el alimento a su mujer si ella se niega a obedecer sus peticiones sexuales; y todo por mera política, para contentar a los radicales de quienes el presidente quería ganarse el apoyo en las elecciones. Es una doble violación de los derechos que tiene la mujer como ser libre. La violación íntima, la que sufre en su ámbito más privado, y la violación pública de un Estado que no solo no la ampara, sino que la obliga a someterse a los deseos del hombre. Miles de mujeres sometidas a una ley con la que otro hombre, criminal y ciego, ha querido arañar unos votos para mantener el poder.

Criminal porque crimen es maquinar para hacer la aberración posible, y alma cegada porque sólo así podrá seguir viviendo.

Esperanza de cambio. Esperanza en que le devuelvan su más íntima forma de libertad que le ha sido arrebatada.