TCtada cierto tiempo me para algún conocido en la calle para reprocharme --no sé si es el verbo adecuado-- la amargura que destilan mis escritos. Por escritos se refieren, claro, a estos textamentos : hasta la fecha --aviso de que voy a ponerme en plan Umbral -- no son demasiadas las personas que se molestan en leer mis libros. Yo trato de defenderme alegando vaguedades. Sin mucho éxito al parecer, porque ciertos lectores dan un paso adelante y me animan a que levante el ánimo. Aprovecho la ocasión para explicarles a estos amigos bienintencionados que por lo general tengo el ánimo bien levantado- lo tengo levantado precisamente hasta la amargura, que, al margen de dar nombre a una hermosa calle del casco antiguo de Cáceres, es el estado ideal desde donde escribir con intención literaria.

Cierto que algunos días me siento flotando en el aire mientras una malévola fuerza desconocida me empuja una y otra vez, violenta y caprichosamente, contra las paredes de la adversidad. Pero supongo que es ley de vida y que para eso están el aire y las paredes. Y, por supuesto, la adversidad.

Al final he llegado a la conclusión de que el sentimiento de impotencia es propio de todo ser humano, y que es mi naturaleza fatalista la única culpable de mi escasa adaptación al hábitat.

Ahora bien, sigo pensando que la amargura es un estadio emocional tan legítimo como otro cualquiera. Yo al menos le estoy agradecido porque, gracias a sus aguijones, encuentro excusas para enclaustrarme en mi estudio y volcar en el ordenador, negro sobre blanco, testimonios a la larga terapéuticos de una vida que ha aprendido a respirar por la herida.