Alguien muy cercano me contó que cuando tenía cinco años robó una patata frita de la bolsa de una compañera de pupitre. Durante los dos años siguientes vivió las noches atormentada ante la posibilidad de morir sin haber expiado este pequeño latrocinio, ya que no pudo confesarse hasta la víspera de la comunión, con siete años cumplidos. Ni que decir tiene que el cura que la confesó no le dio importancia ninguna al asunto y que la compañera de colegio jamás se percató de que le faltara la patata frita. Así que la pobre criatura vivió presa del pánico y temerosa del fuego eterno sin haber causado graves daños a terceros. Yo de pequeño quise hacer un agujero en la tierra para llegar al infierno, pero unos vecinos me hicieron creer que un pedrusco negro con el que me había topado era el cuerno del demonio. Durante un tiempo me estremecía ver a alguien con pico y pala porque pensaba que Lucifer iba a salir en cualquier momento, puesto que vivía a ras del sótano. Pero esto ya no es lo que era y el infierno ha entrado, como casi todo en la vida, en la vorágine de las modas: el polaco Wojtyla lo clausuró temporalmente y el alemán Ratzinger lo reabre con una ampliación de capitales (de pecados capitales, para ser más exactos). Y es que hay que empezar a pedir aclaraciones para no volver a tener noches de insomnio como las de nuestra infancia: necesitamos saber si el infierno es un solar en el que van a hacer pisos, si lo han sacado a la superficie y ubicado en Irak, si está lleno, si quedan plazas, si cuenta con servicio de bomberos y si tiene un plan de evacuación en caso de incendio.