TCtuando era pequeña, leer era tan sencillo como alargar la mano hacia la estantería, elegir un volumen y empezarlo. Como criterio no era muy bueno, pero me permitió acercarme a obras prohibidas de las que no me enteré mucho, y me obligó a utilizar el diccionario cada página. No he vuelto a disfrutar así de la lectura como el gozo indescriptible de tener un tesoro a tu alcance, o de abrir un libro desconocido y dejarse embaucar por el principio, recorrer ´C. Kurtz´ o ´El Señor de los anillos´, o descubrir que hay diccionarios de mitología que descifran la cripta embrujada de la ´Odisea´. Muchos de esos escritores me siguen acompañando, Delibes , por ejemplo, que leí sin pausa durante un verano aunque solo asimilé lo leído años más tarde; ´Homero´, que se convirtió junto con los autores latinos en la profesión que ahora ejerzo, y Laforet, Defoe, Martín Gaite, Galdós, Tolkien, Stevenson , los cinco de E. Blyton , los ´Hollister´ y las ´Torres de Mallory´ que conforman el submundo donde aprendí el amor por las palabras. Recuerdo haber leído con idéntico placer ´el Lazarillo´ y las aventuras de ´Guillermo el travieso´. Ahora solo el primero subsiste más allá de la estantería, al lado de ´Primera memoria´, ´los Abel o Pequeño teatro´. Vuelvo a ellos cada tiempo, como quien intenta recuperar un paraíso perdido. Y no defraudan. Los escribió A. M. Matute , que no tiene pinta de escritora sino de abuelita de cuento. Y encima cuenta como solo pueden hacerlo quienes nacen escritores más allá de cualquier moda o impostura. Por eso hay en su mirada no una pose sino perplejidad al recibir el premio a la creación solo por hacer lo que le gusta.