Definitivamente, Ana Obregón es rara. Lo certifica su paso por el programa Ratones coloraos, que Jesús Quintero presenta en la televisión andaluza. La singular Ana se hizo un hueco en ese grupo de freaks formado, entre otros, por el risitas, el cuñao y el posí, y aumentó su leyenda de fantasiosa al asegurar ante el impávido Quintero que su escena de amor en un coche con Miki Molina no fue lo que parecía, sino la despedida de dos amigos.

Crecida ahora por el éxito de Ana y los siete, la actriz logró incluso despertar a Quintero al argumentar que, a pesar de su cara desencajada, tendida en el asiento semirrecostado y con Molina encima suyo, resultaba del todo imposible que estuvieran realizando prácticas amatorias, dado que ella estaba vestida. ¡Jesús!, debió de pensar Jesús. ¿Es cierto lo que escuchan mis oídos? Posí. Ana no cejó en su empeño de convencer a su interlocutor y a la audiencia, acostumbrada a astracanadas de primera división, de que ella es muy decente y muy señora. Qué obsesión la que les ha entrado a unas cuantas empeñadas en destacar su señorío por encima de otras características. Claro que si Aramis Fuster se define como tal, Ana también puede.

La cuestión es que Anita, reinventándose a sí misma, cual Madonna de La Moraleja, expandió por el plató de Jesús Quintero su último papel, el de una chica buena, trabajadora, sencilla, madre amantísima, exnovia comprensiva, siempre a la espera del príncipe azul. Ayer, Ana cumplió años, un misterio como el de la Santísima Trinidad, aunque sus compañeras de colegio y sus amiguitas de cumpleaños infantiles le echan 48. Años, mentiras ni se sabe.