Cuando trato de comprar algún aparato un poco más complicado que un brasero, suelo acabar bastante enfadada. Es cierto que existen aún (cada vez menos) vendedores profesionales que no te tratan como a una tarada si desconoces la diferencia entre las videoconsolas, y que no esbozan una leve sonrisa de suficiencia si aún no has adquirido el móvil de última generación que te traduce del árabe al esperanto en un verbo, oiga. Pero también es cierto que abundan los miembros de la secta de los nuevos conocedores, la logia de los puestos al día. Tú quieres comprar un ordenador, y sin darte los buenos días, te sueltan la palabrería informática que han aprendido para la ocasión. Y sin explicación posible. Verá, es que yo no tengo ni idea, dices. Y te miran desde el Olimpo como si el abuelo cebolleta en persona se les hubiera aparecido. Estos iluminados también se encuentran entre nosotros. Son el cuñado hábil en descargar películas (¿pero tú sigues yendo al cine?), el amigo que tiene pirateada la señal del cable (no puedo creerme que tú sigas pagando) y el sobrino que te tunea el móvil a la primera de cambio. Para todos ellos, eres una analfabeta tecnológica, un espécimen al borde de la extinción. Para mí, los analfabetos tecnológicos son ellos, los que no tienen educación o capacidad suficiente para explicar de forma simple las características de un móvil, por ejemplo. Quien solo sabe apretar botones y se siente superior por ello, haría bien en abrir un libro, aunque fuera electrónico. A lo mejor aprendía que piratear es sinónimo de robar y que existen más palabras que las que aparecen en los manuales de instrucciones.